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22 de marzo de 2011

"LA POESÍA" POR JOHANNES PFEIFFER






LA POESÍA[1]

I



CAPTACION



Configuración verbal de la poesía.

“Arte que se manifiesta por la palabra” : ¿qué significa eso?, ¿qué indicios fundamentales nos revelan que una construcción verbal es arte?.

Pongamos un pasaje de el Ser y el Tiempo de Martín Heidegger junto a un poema de Mathías Claudius (o de Quevedo); el tema en ambos casos es la muerte:

Nadie puede tomarle a otro su morir. Cabe, sí, que alguien “vaya a la muerte por otro”, pero esto quiere decir siempre: sacrificarse por el otro en una cosa  determinada. Tal “morir por...” no puede significar nunca que con él se le haya tomado al otro lo más mínimo de su muerte. El morir es algo que cada “ser ahí” tiene que tomar en su caso sobre sí mismo. La muerte es, en la medida en que “es”, esencialmente en cada caso la mía...

De que es entregado a la responsabilidad de su muerte y ésta es, por tanto, inherente al “ser en el mundo”, no tiene el “ser en el mundo”, no tiene el “ser ahí” inmediata y regularmente un saber expreso, ni mucho menos teorético. El “estado de yecto” en la muerte se le desemboza más original y más perentoriamente en el encontrarse de la angustia[2].

Y Claudius:

¿Ay, es tan oscura la alcoba de la muerte!
Suena tan triste cuando se mueve.
y alza ahora el pesadísimo martillo,
¿Y da la hora! (1).

(Y Quevedo:

(¿Cómo de entre mis manos te resbalas!.
¿Oh, cómo te deslizas, edad mía!
¿Qué mudos pasos traes, oh, muerte fría,
pues con callado pie todo lo igualas!).

Lo que Heidegger explica filosóficamente “está presente” en los cuatro asombrosos versos de Matthias Claudius (y de Quevedo); lo que en un caso no pasa de ser asunto de una comunicación, lo más clara posible, un “participar” a los demás, se convierte en el otro en hálito que da vida a la forma verbal; el contenido del razonamiento, que en un caso puede aislarse de la expresión, en el otro únicamente existe gracias al lenguaje; en un caso podemos y debemos franquear la expresión verbal para buscar tras ella el objeto que el lenguaje ha querido ofrecernos; en el otro, en cambio, el objeto sólo se nos da con el lenguaje, en el lenguaje y por medio de él: buscar algo tras la expresión verbal es buscar en el vacío.

En breves palabras: en Heidegger, el “cómo”  de la “participación” es traducible, sería posible expresar el contenido de manera distinta; en Claudius (y Quevedo) el “cómo” de la “participación” intraducible, el contenido no puede darse sino justamente en tal forma y de tal modo.

Pero, con todo esto, sólo hemos circunscrito anchamente el enigma que aspiramos a resolver: ¿por qué razón y en qué sentido es traducible la expresión verbal en uno de los casos, y no lo es en el otro?.


1.- RITMO Y MELODIA.


Participar: de eso se trata en ambos casos. Participar (de pars capere) quiere decir hacer que otros tomen parte en lo que tenemos dentro. Pero una de esas dos “participaciones” nos invita a pensar y a conocer con ella lo que en ella se piensa y conoce; la otra, en cambio, quiere que sintamos y vivamos lo que en ella se ha sentido y vivido. Una aspira a que la acompañemos y sigamos en un curso de ideas; la otra ambiciona hacernos compartir las vibraciones de una disposición interna, de un temple de ánimo humano.
Todo complejo verbal tiene dos aspectos, el audible y el inteligible: sonido y sentido. En cuanto masa de sonido, el lenguaje tiene de suyo una tonalidad determinada, cierto ritmo y cierta acentuación. En cuanto materia inteligible, significativa, tiene por naturaleza una articulación sintáctica determinada y mienta algo objetivo. En la corriente acústica del lenguaje, el tono, el ritmo y la acentuación expresan la actitud  y el estado de ánimo –momentáneo o permanente- del que habla; en la estructura semántica del lenguaje se manifiesta la referencia a un contenido objetivo.
Queda, pues, claro que en nuestro primer ejemplo predomina el aspecto significativo del lenguaje, y en el segundo el musical. Es cierto que en el pasaje de Heidegger domina un estilo peculiar e inconfundible; en él  se siente el hálito de un pensador apasionado, vigoroso, resuelto. Pero todo eso es, en cierto sentido, secundario, es fondo y trasfondo; lo que más importa se halla realmente en la trama significativa de la expresión y en el objeto que ésta define. Por el contrario, los cuatro versos de Matthias Claudius (y los de Quevedo) no son nada sin su ritmo y sin su melodía; lo que sugieren a nuestro espíritu sólo lo podremos captar a través de su configuración audible, henchida de rítmica vibración y melódico sonido.
En el caso de Claudius, el ritmo es: tres veces un amplio arranque, y en seguida, el pesado paso del breve verso final. Y su melodía: los dos primeros versos, sostenidos en una tonalidad media; desde ella se eleva, en el tercer verso, una hilera de empinadas cumbres de sonido, que desciende en el cuarto, para hundirse en lóbregas profundidades.
Se suele identificar el ritmo con la cadencia medible y contable del verso, con el esquema métrico. Trataremos de aclarar la diferencia que hay entre ambos por medio de cuatro ejemplos que, a pesar de tener idéntica configuración métrica, son de muy distinto ritmo:

Herz, mein Herz, was soll das geben?
Was bedränget dich so sehr?
Welch ein fremdes  neues Leben!
Ich erkenne dich nicht nehr[3].

Schlafen, schlafen, nichts als schlafen!
Kein Erwachen, Keinen Traum!
Jener Wehen, die mich trafen,
leisestes Erinnern Kaum:
Dass ich, wenn des Lebens Fülle
nieder Klingt in meine Ruh,
nur noch tiefer mich verhülle,
fester zu die Augen tu!.[4]
Dort von Osten, dort von Westen,
mich umringt  der Widerstand,
wann ichs mein  am allerbesten,
trifft mich erst die Unglückshand;
noch dennoch ich will ausfesten,
ich will einen eisren Band
mit Geduld ums Herze schlagen,
ich will einen stählern  Schild
stets zu meiner Brustwehr tragen.
Unglück, sei nur wüt und wild,
ich wills dennoch mit dir wagen,
dich zertrennen, da! Was gilt?
Magst zu schärfen nur beginnen
deine Pfeile mehr und mehr,
und mit Kräften und mit Sinnen
rüsten aus dein Höllenheer,
ich will doch die Schlacht gewinnen,
wann Geduld gibt Schild und Wehr[5].

Singet nicht in Trauertönen
von der Einsamkeit der Nacht,
nein, sie ist, o holde Schönen,
zur Geselligkeit gemacht.

Darum an dem langen Tage
merke es dir, liebe Brust:
jeder Tag hat seine  Plage,
und die Nacht hat ihre Lust[6]

La cadencia métrica es siempre la misma. El ritmo, en cambio –la especial tensión y vibración interna-, es distinto en cada caso; así que cada uno de los cuatro ejemplos deberá leerse de muy diverso modo.

Los versos del primer ejemplo se precipitan, inquietamente, a empujones, llenos de ímpetu; el movimiento interior es “ascendente”. El segundo poema fluye como tranquilo y ancho arroyo, lenta, apagadamente; su movimiento interior es un relajado desvanecimiento, es un movimiento “descendente”. Muy  distinta es la vida interna que anima los masculinos y enérgicos versos del tercer ejemplo; el ritmo es aquí un dificultoso y pertinaz avance, que con obstinada dureza se impone a grandes y pesados obstáculos; el movimiento interior es “estancado”. Pero ascendente o descendente, tenso o relajado, fluyente o estancado, el movimiento rítmico de estos tres ejemplos es, por decirlo así, “de ondas profundas”, en contraste con el  ritmo “de ondas superficiales”, alado, alegre, juguetón del último ejemplo.

 (Asimismo, compárense entre sí estas cuatro poesías españolas:

(Voces de muerte sonaron
cerca del Guadalquivir.
Voces antiguas que cercan,
Voz de clavel varonil.
Les clavó sobre las botas
Mordiscos de jabalí.
En la lucha daba saltos
Jabonados de delfín.
Bañó con sangre enemiga
Su corbata carmesí,
Pero eran cuatro puñales
Y tuvo que sucumbir.

(¿Para qué llamar caminos
a los surcos del azar?...
Todo el que camina anda,
Como Jesús, sobre el mar.

(Una tarde la princesa
vio una estrella aparecer;
la princesa era traviesa
y la quiso ir a coger.
 
La quería para hacerla
Decorar un prendedor,
Con un verso y una perla,
Una pluma y una flor.

(Daros lástima quisiera;
dineros, señora, no;
que, aunque son pocos, las ganas
de dároslos menos son).

En resumen: el metro es lo exterior, el ritmo lo interior; el metro es la regla abstracta, el ritmo la vibración que confiere vida; el metro es el Siempre, el ritmo el Aquí y el Hoy; el metro es la medida transferible, el ritmo la animación intransferible e inconmensurable.

El ritmo podría desplegarse en una masa acústica, por decirlo así, incolora; la melodía, en cambio, se apoya en sonidos de una determinada coloración, de cierta altura y profundidad; cada palabra posee, en virtud de su altura y color acústicos, un determinado halo efectivo. Así, en los versos de Matthías Claudius, lo inexorable de ese sentirse abrumado por la muerte se contiene ya en los oscuros y amenazadores sonidos de u y o entre los que se incrusta la dureza de la a y lo agudo y chillante de la e.[7]

Más clara se nos revela la potencia ambientadora de los sonidos verbales en el contraste; por ejemplo:

Blauliche Frische!
Himmel und Höh!
Goldene Fische
Wimmeln in See.

Trüb verglomm der  schwüle Sommertag,
dumpf und traurig tönt mein Ruderschlag-
Sterne, Sterne-Abend ist es ja-
Sterne, warum seid ihr noch nicht da?[8]

En el primer ejemplo, la agrupación de vocales tiernas, plateadas, evoca un ambiente claro y alegre; en el segundo, en cambio, se simboliza el atemorizado ascenso desde el angustioso bochorno hasta las deseadas estrellas en ese despliegue de sonidos altos y claros por sobre el oscuro trasfondo de úes y oes. O bien:

Wehet der Sterne
Heiliger Sinn
Leis durch die Ferne
Bis zu mir hin.


Schlaflose Nacht, der Regen rauscht,
sehr wach ist mir das Herz und lauscht
zurück bald nach vergangnen Zeiten,
bald horcht es, wie die  Künftgen schreiten[9]

En un caso, la melodía de las vocales altas y luminosas conjura una atmósfera diáfana, ligera, mágica; en el otro, la pena y la aflicción se actualizar en los sonidos casi siempre profundos y de afinación oscura.

(O bien, en estas poesías españolas:

(¡Salir por fin, salir
a glorias, a rocíos
(certera ya la espera,
ya fatales los ímpetus),
resbalar sobre el fresco
dorado del estío!.

(Esta rota y cansada pesadumbre,
osada muestra de soberbios pechos,
estos quebrados arcos y deshechos
y abierto cerco de espantosa cumbre).

Comprenderemos ahora por qué y en qué sentido es intraducible un complejo verbal poético; en cada uno de los sonidos y en cada onda de tensión, en la forma musical del conjunto, en ese todo que vibra de ritmo y resuena de melodía, va fundido, intima e inseparablemente, un adentro, un contenido, un clima espiritual; imaginar una alteración en la forma, aunque sólo fuera en la minucia más insignificante, es imaginar alterado también el contenido. Claudius comenzara con O y no con ch, ¡qué desplazamiento decisivo, qué transformación de la actitud interior! O bien, imaginémonos que en vez de las vocales oscuras bajas hubiera sólo vocales claras y altas, que a vez de

Ach, es ist so dunket in des Todes Kammer, tönt so traurig, Wenn er sich bewegt.

Dijera


O, es ist so finster in des Todes Zimmer, Klingt so schrecklich, wenn er sich bewegt[10]

O que en el poema de Quevedo se leyera: “Ay, cómo te me escapas, vida mía”, y en seguida:

(¡Qué sordos pasos tienes, muerte fría: con silencioso pie todo lo igualas!).

El cambio afecta al núcleo mismo, a la raíz profunda del contenido.


2.- IMAGEN Y METAFORA.


Dije antes que en el pasaje de Heidegger predomina lo significativo, y en el poema de Mathias Claudius (y en el de Quevedo) la musicalidad del lenguaje. Pero con esto el contraste sólo queda explicado de manera muy provisional e incompleta. Basta comparar un poema, por muy musical que sea, por muy empapado en melodía que esté; con una sinfonía, para notar cuán condicionado e impulsado está el poema por las representaciones significativas del lenguaje; pues las palabras no sólo tienen sonido, sino a la vez significación; un complejo verbal está configurado rítmica y melódicamente, y al mismo tiempo está articulado sintáctica y semánticamente. Lo que ahora debemos preguntarnos es esto: ¿de qué manera peculiar mientan las formas verbales poéticas los contenidos objetivos? ¿De qué modo especial alberga y encierra la poesía algo así como cosas u objetividades?.

Todo haber y mentar comprensivos de contenidos objetivos es, al mismo tiempo, un intuir un captar conceptual; y el lenguaje, que de suyo trasmite esa comprensión intuitivo-conceptual, reúne en  sí la imagen y el concepto. Pensemos en cualquier palabra, en “mesa”, por ejemplo; toparemos en seguida con una representación imaginativa y con una representación  conceptual; el concepto destaca lo general, lo que persiste como unificador e idéntico a través del gran número de cambios y particularizaciones, en otras palabras, lo que la mesa tiene de mesa; pero, al mismo tiempo, a través de la imagen queda abierta la referencia a una “ésta” de individualidad insustituible, a una mesa determinada de aquí y de ahora.

El lenguaje de lo común y cotidiano, esto es, el lenguaje que sólo sirve para ponernos de acuerdo unos con otros, el lenguaje de la finalidad y de la utilidad, tiende a extirpar o a esquematizar cada vez más lo que hay  de imagen en las representaciones significativas que el lenguaje trasmite.  En el cumplimiento de las faenas indispensables para la vida y en el trato diario, lo que importa es un núcleo conceptual fijo, que proporcione una comprensión rápida y segura; las palabras se convierten en monedas.
Por su parte, el pensamiento científico y filosófico aspira forzosamente a expurgar el lenguaje de cuanto pueda tener de imagen. Es verdad que tanto la poesía como la filosofía se contraponen a la conciencia idiomática de lo común y cotidiano, al no desentenderse, como lo hace éste, de la oculta profundidad de la palabra. El asombro que sobrecoge al hombre que filosofa es precisamente el asombro con que le sobrecoge  la secreta sabiduría del lenguaje; si el hombre se pone a filosofar es para rastrear el conocimiento del ser que vislumbra escondido en lo hondo de las palabras. Justamente en Heidegger la interpretación de la Existencia –Dasein- se lleva a cabo en un incesante intento de percibir los llamados del lenguaje. Y sin embargo, este sondeo del lenguaje aspira a fijar y a deslindar unívocamente aquello que en la palabra se vislumbra sólo de modo indeciso y vago; la gran tarea de la filosofía es determinar y afilar las palabras para convertirlas en conceptos  de la mayor energía y precisión posibles. El Ser y el Tiempo de Heidegger atestigua a cada paso la tenaz y a veces violenta lucha del conocimiento filosófico por lograr la conceptualidad que le es fundamental.
En la poesía, por el contrario,  lo esencial es vivir las palabras en toda su virginal plenitud de sentido y plasticidad; la intuición se eleva sobre la comprensión, la imagen sobre el concepto.

Cuando oímos versos como los de Matthias Claudius (o de Quevedo) despierta en nosotros, espontáneamente, no sólo un especial temple de ánimo, sino también algo así como una imagen atemperada por un temple de ánimo. Cada una de las palabras y todo el conjunto significativo tienen por fin, según parece, actualizar una situación intuible o cuasi intuible. Digo según parece, porque nunca tratamos de considerar en serio nuestra intuición como reproductora de una objetividad. No, la intuición, la imagen, nos dice: “Sumergíos en mí, sin preguntar por mi realidad o irrealidad; no debéis ir con vuestras preguntas más allá de mi presencia por gracia del lenguaje; no pretendo ser copia de nada, sino señal de un estado interior. Es cierto que reproduzco un curso de acaeceres como si  se dieran en la experiencia real; pero esta reproducción lleva su rasero dentro de sí misma; no puede y no debe medirse con un rasero exterior con el cual tuviera que concordar; lo decisivo es única y exclusivamente su atemperado contenido y su temperada fuerza de persuasión”[11]

       Pero todo esto no alanza aún a precisar lo que hay de peculiar en lo intuible del  lenguaje, pues ¿en qué difiere de lo intuible de la pintura?.  En su Laocoonte, Lessing expuso con claridad convincente e insuperable la diferencia esencial entre ambas cosas: la imagen pintada se halla presente en una coexistencia espacial, y es posible abarcarla, por decir así, de un solo golpe; la figuración poética, en cambio, se construye en una sucesión temporal, y se nos actualiza sólo en virtud de un constante mirar hacia delante y hacia atrás. En un caso, intuibilidad sensiblemente visual que se da de una sola vez; en el otro, intuibilidad no sensiblemente visible –invisible- que va asomando paso a paso.

De ahí que en la poesía no se trate de una  figuración estática, sino en movimiento, en devenir; lo que importa no es propiamente su intuibilidad, sino su dinamismo. La imagen de la muerte, tal como vive en los cuatro versos de Matthias Claudius, ni siquiera la querría  pintar un pintor, porque en ella la figura se hace presente en la ejecución de un movimiento: primero, cuando suena tan tristemente; en seguida, en el alzarse del pesado martillo; finalmente, en  el inexorable toque de la hora. O  tomemos un fragmento de la Canción nocturna (Abendlied) de Matthias Claudius: la segunda parte de la primera estrofa:

El bosque se alza negro y calla,
Y de los prados sube
La blanca niebla milagrosamente (2)

Imaginémosla de este modo:

El bosque está oscuro y mudo;
La blanca niebla yace milagrosamente
Sobre los prados.

Aquí se ve con toda claridad que la figuración poética no pasaría de ser pobre sustituto de una pintura, si en ella se quisiera reproducir una impresión visual, con su yuxtaposición espacial. La asombrosa plasticidad de esos versos de Matthias Claudius se debe justamente a que la corporeidad estática está transformada en movimiento y en acontecer, en vibración espiritual revivible por nosotros.

(Y otro tanto ocurre con los versos de Garcilaso:

(Corrientes aguas, puras, cristalinas;
árboles que os estáis mirando en ellas.
Verde prado de fresca sombra lleno.
Aves que aquí sembráis vuestras querellas,
Hiedra que por los árboles caminas,
Torciendo el paso por su verde seno...).

Daré un ejemplo más: la Canción de la luna (Mondscheinlied) de Ludwig Tieck:

Va goteando del cielo el fresco rocío,
Cierran las flores sus corolas,
El arrebol contempla en despedida la pradera,
Susurran los chopos, desciende el nocturno silencio;
Van y vienen las sombras;
Velan las nubes largo tiempo,
Y en torpe y pesada carrera se extienden
Sobre los frescos prados.
Relucen las estrellas y se desvanecen,
Miran hacia abajo saludando fugaces;
Reina en el bosque la oscuridad.
Se extienden las tinieblas por doquiera.

Detrás del agua, como llamas vibrantes,
Las cumbres de los cerros, iluminadas de oro;
Murmurantes y graves, las verdes matas
Inclinan y juntan sus lucientes cabezas (3).

Es un poema que desde lo más profundo aspira acoger una realidad sensible, el mundo nocturno como reunión confusa de sensaciones impresiones multicolores, reverberantes, permisibles. Pero no cabe hablar aquí de una esencia sensible, de plasticidad, en el sentido la pintura descriptiva de impresiones; no el detalle que no esté sentido como acaecer, rasgo alguno que no esté experimentado en su vida palpitante.

Vemos pues, que lo que importa en la poesía es la plasticidad en sí, sino la imagen la de acaeceres, henchida de vibración; no intituibilidad como tal, sino la “virtud propia”, la transformabilidad de la presentación posible.

Podemos sentar, pues, como conclusión provisional, que en la medida en que la poesía es de sonido, lo esencial en ella es su fuerza ganadora rítmico-melódica; y que en cuanto se dé sentido, lo que importa es su virtud poética. La vibración rítmica y la resonancia melódica dan al lenguaje poético la posibilidad de expresar cierto hondo temple de ánimo; su articulación sintáctica y su significado objetivo le confieren la virtud de conjurar una figuración dinámicamente atemperada por un temple de ánimo.

Pero esta conclusión nos lleva en  seguida a otra pregunta: ¿no sigue siendo la plasticidad un concepto excesivamente estrecho para captar la esencia de la poesía? ¿Qué decir, por ejemplo, del siguiente poema de Stefan George?.

Esta pena y este pesar de abandonar
Lo que antes fue cercano y mío.
Este vano tender los brazos
A lo que ya no es nada sino sombra.

Este incurable engaño de nosotros mismos
Con presuntuoso No y Nunca;
Este infundado resistirse.
Esta fatalidad.

Una opresora sensación de pesadez
Por sobre un sufrimiento ya cansado.
Luego esta sorda aflicción de lo vacío.
Oh, Dios, ¡este “conmigo solo”! (4)

(¡O qué decir de estos versos de Rubén Darío?:
(El ánfora funesta del divino veneno
que ha de hacer por la vida la tortura interior,
la conciencia espantable de nuestro humano cieno
y el horror de sentirse pasajero, el horror

de ir a tientas, en intermitentes espantos,
hacia lo inevitable, desconocido, y la
pesadilla brutal de este dormir de llantos
de la cual no hay más que ella que nos despertará).

El contenido objetivo de la presentación lírica es, en ambos casos, el estado de ánimo de una persona; el mismo estado que se manifiesta directamente en ritmo y melodía está presente también, indirectamente, como tema de las frases. Pero ¿qué hay en esta presentación que nos autorice a hablar de intuibilidad?. Sólo en un sentido figurado podríamos llamar plásticas esas estrofas; “plástico” significaría entonces que cierta situación de la vida se ha hecho generalmente vivible, en toda la plenitud y profundidad de su temple; que una situación humana se ha reflejado con tal densidad y realidad que puede tocarnos a todos con su hechizo.

Otro ejemplo: El desesperado (Der Verzweifelnde) de Daumer:

Que ya no iría a verte
Resolví y juré;
Y voy todas las noches;
Porque perdí mi fuerza y mi firmeza
Quisiera no vivir,
Quisiera perecer en este instante;
Pero también vivir,
Contigo, para ti, y no morir.

Oh, habla dí sólo una palabra
Una única palabra clara!
Dame la vida o la muerte,
Pero descúbreme tu sentimiento (5).

Son confesiones llanas, sin ninguna imagen visible, y sin embargo, en ellas no sólo se habla “de” la desesperación y “acerca de” ella, sino que la desesperación está realmente “presente” en la actitud y en el gesto.

Todos y cada uno de los casos que hemos citado han consistido en una presentación verbal de momentos únicos, pero ¿qué decir de formaciones poéticas cuyo contenido objetivo sea general, intemporal, y no particular e irrepetible? ¿Qué hemos de decir, por ejemplo, de esta estrofa?.

Nosotros, orgullosas criaturas
No somos sino pobres pecadores
Y poco es lo que en realidad sabemos;
Fabricamos castillos en el aire,
Buscamos infinitos artificios
Para sólo alejarnos de la meta (6).

(¿O de esta otra?
(Pues si vemos lo presente,
cómo en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.

No se engañe nadie, no,
Pensando que ha de durar
Lo que espera
Más que duró lo que vio,
Pues que todo ha de pasar
Por tal manera).

El tema de esos versos no es realidad intuible, no es siquiera una situación concreta, sino unas reflexiones; fría y sobriamente se nos dice algo sobre la condición de la existencia humana. ¿Por qué y en qué sentido, pues, son poéticos estos versos?. La respuesta nos la dará el ejemplo contrario:

Causa es la libertad de acciones
Que ni el Todopoderoso prevé con certidumbre.
¡Pero él, que siempre actúa, las encauza
hacia el último fin de la creación, la universal bienaventuranza! (7).

(O bien:
(Docta la mano del Criador eterno
separo sus criaturas, señalando
en cada especie un singular carácter.
Leves distintas en distintos entes
Mueven el orbe. Los diversos fines
En cada especie peculiar componen.
Un orden que le mueve y diferencia).


El contraste es obvio: en este último ejemplo el sentido de las palabras se agota en su significado conceptual; en el otro, está penetrado de una significación emotiva que no puede agotarse conceptualmente. En un caso nos movemos entre meras proposiciones; en el otro, sucumbimos al hechizo de un hombre que, al buscar, ya “vive en la verdad”. En un caso, la idea misma, emancipada, podría pasar indefinidamente de mano; en el otro, la idea objetiva está inseparablemente fundida con un estado de ánimo y con una actitud. En un caso lo que se comunica es una serie trabada de ideas; en el otro, un sentimiento vital y un estado de ánimo.

Y con esto hemos cerrado el círculo de nuestras reflexiones. Podremos saber que una obra es o no es poesía –y esto sigue siendo la piedra de toque más general, y por lo tanto infalible- según que su forma poética sea sólo cáscara o ya en sí misma la semilla, según que sea mera cobertura o ya por sí contenido. Lo que nos participan nuestros ejemplos negativos no se perdería en lo más mínimo si lo expresáramos en otra forma; impunemente, y sin menoscabarlos en lo esencial, podría yo hacer en esos versos cuantos retoques se me antojaran;  en cambio, los versos de Matthias Claudius (y los de Manrique) dicen algo a mi alma que ya no podría poseer sino unido a esa determinada forma verbal que tienen.

La poesía es arte que se manifiesta por la palabra. Toda poesía falsa se traiciona porque su forma verbal es sólo cobertura, en vez de ser el modo forzoso e intransferible de aparecer un contenido, una interioridad. Pero aún hace falta añadir algo importante a esta conclusión. Recordemos una vez más los cuatro versos de Matthias Claudius, que tanto nos han servido de ilustración:

¡Ay, es tan oscura la alcoba de la muerte!
Suena tan triste cuando se mueve
Y alza ahora el pesadísimo martillo,
¡y da la hora! (1).

Y ahora comparémoslos con la siguiente estrofa:

Cuando se ha apagado el día,
Qué difícil es volver a casa,
A las cuatro rígidas paredes,
A las sillas vacías (8).

La diferencia está a la vista: aquí se trata de una alcoba “real”; en Claudius, de la “alcoba de la muerte”. Aquí tenemos una imagen “sin más”; en Claudius, una imagen “de doble fondo”. Aquí hay una imagen simplemente “simbólica”; en Claudius, una imagen “metafórica”. Dicho de otro modo: en ambos casos tenemos el símbolo de un temple de ánimo, el objetivado reflejo de un estado interior; pero en Claudius este objetivado reflejo vuelve a reflejarse: el símbolo se potencializa hasta convertirse en un “como”, en la metáfora, en la comparación[12]. Véanse asimismo estos dos ejemplos de la poesía mexicana:

(¡Oh, casa con dos puertas que es la mía,
casa del corazón vasta y sombría
que he visto en el desfile de los años
llena a veces de huéspedes extraños,
y otras veces –las más- casi vacía!.

(Acá la calle solitaria; en ella
de mi paso en los céspedes la huella
el tiempo ya borró.

(Allá la casa donde entrar solía
de mi padre en la dulce compañía....
¡y hoy entro en su recinto sólo yo!).

Pero hay que evitar desde luego el común error de suponer que la metáfora procede de una transposición consciente. Solemos imaginarnos la creación de la metáfora del siguiente modo: tengo aquí dos contenidos objetivos, que, a pesar de su diversidad y hasta de su oposición, están en cierto modo emparentados;  el entendimiento comparador relaciona esas dos representaciones o series de representaciones de tal modo que el parentesco queda clara y convincentemente revelado. Se habla de la “alcoba de la muerte”; ¿no será que una alcoba visible representa, mediante la deliberada transposición metafórica, a la alcoba invisible de la postrera soledad y aislamiento que aguardan al moribundo o al hombre que, aterrado, se imagina su propia muerte?.

Claro está que no cabe rechazar de golpe esa interpretación, pero lo cierto es que falsea y oscurece la verdad de los hechos, porque en realidad las dos series representativas se van transformando gradualmente en una sola, se van fundiendo cada vez más, hasta convertirse en una unidad radicalmente nueva e indestructible. De lo que no se trata es precisamente de una yuxtaposición de dos contenidos objetivos, que se han ligado luego por una comparación, por un “tal como”, sino que uno de los contenidos únicamente existe en, con y por medio del otro.

La auténtica metáfora jamás surge sólo de una comparación consciente. La poesía alemana del siglo XVII, por ejemplo, demuestra que la más esforzada caza de imágenes se queda muy atrás de la metáfora convincente, fatal, que se eleva –don misterioso- desde las profundidades del alma: Bástennos, para ilustrarlo, unos cuantos versos de Christian Hofmann von Hofmannswaldau:

A sus hombros

¿Es esto nieve? –No, que la nieve no soporta llamas.
¿Será marfil? –No llega el marfil a ser tan blanco.
¿Hay un cisne terso? –Más brillo hay que el del cisne.
¿Hay suave lana? -¿Muévese la lana?.
¿Alabastro? –El alabastro no se da junto al zafiro.
¿Campo de lirios? Más puro es este campo.
¡Qué eres, pues, si palidecen nieve y marfil,
cisne, alabastro y lirios? (9).

Aquí tenemos, en efecto la comparación razonada de una cosa con otra; los hombros de la amada con la blancura de la nieve, con el brillo del marfil, con la suavidad de la lana, con el resplandor del alabastro, con la pureza de un campo de lirios. Tenemos aquí, por un lado, el objeto que se pretende aclarar y acercar al lector a través de la comparación, y, por el otro, en árida sucesión, las imágenes que se aducen para la comparación; así están, unas junto a las otras, de tal modo que la atribución, a pesar de ser justa exteriormente y en el sentido de una corrección intelectual, sigue siendo arbitraria en el fondo.

Y ahora un ejemplo contrario, un poema de Lenau:

La puesta del sol.
Pasan negras nubes;
¡oh, cuán temerosos
ya los vientos huyen!.
Por el cielo corren
Pálidos relámpagos;
Su mortal imagen
Vaga por el lago.

Me parece verte.
¡con qué claridad!
Sueltos tus cabellos
En el huracán (10).

Nada hay aquí de transmisión arbitraria, nada de disposición meditada. Aquí se ha efectuado, con toda seriedad, una transmutación; el paisaje de tormenta nocturna se ha abierto de pronto a otra realidad, se ha traspasado e iluminado con la imagen de la mujer amada.


(O también el poema de Pedro Salinas:

(Llevo los ojos abiertos.
No te veo.
Estás dentro de la niebla,

Niebla:
Con el mirar no la aclaro,
Con la mano no la empujo,
Con el querer no la mató.
Niebla.

La mirada ¿para qué?
Y la voluntad, inútil.
Llevo los ojos cerrados.
No te veo, ya te siento,
Ya te tengo, Mía.
Estás, estoy, a tu lado:
Estás dentro de la niebla).

Vemos, una vez más, que la prueba infalible para distinguir la poesía de la no poesía es la imposibilidad de traducir la poesía; las comparaciones de Hofmannswaldau son sustituibles, son traducibles; ¿qué perdería el poema sí, en vez de comparar los hombros con la nieve, los comparásemos con el lino, o con el mármol en vez del marfil, o con seda en vez de lana?. Y en Lenau (y Salinas), en cambio, tenemos la forma necesaria, insustituible de una armonía  entre dos elementos, que proviene de un temple especial de ánimo, y que se ha puesto al alcance de todos por medio de la metáfora poética.

Así, la metáfora poética logra fundir en unidad convincente imágenes que en la experiencia están separadas, y hasta son incompatibles. Y esto significa que, en la comparación y por  medio de ella, hasta el último resto de objetividad estáticamente espacial, de cosa cerrada, es arrebatado en ese movimiento que lo liga y lo invade todo.

La poesía logra algo que el impresionismo pictórico jamás podría ni siquiera intentar: logra abarcar de un aletazo la totalidad de lo existente, conjurar de un golpe lo más cercano y lo más lejano. Aquello que para nuestra experiencia está y permanecerá siempre rígidamente separado se une y mezcla en virtud del hechizo poético.

Otro ejemplo: la noche invernal (ein Winterabend) de Georg Trakl.

Cuando la nieva cae en las ventanas
Y suena la campana largamente,
Muchos la mesa preparada encuentran
Y bien abastecida su morada.

Acaso un peregrino fatigado
Llega a la puerta por oscuras sendas.
Áureo florece el árbol de la gracia
Desde la fresca savia de la tierra.

Silencioso traspasa el peregrino
El umbral, de dolor petrificado,
Cuando de pronto ve que resplandece
El pan sobre la mesa junto al vino (11).

Esta es, ante todo, una figuración impregnada de un temple de ánimo, una figuración simbólica, con sentido: ese regresar de una oscura peregrinación a la bien abastecida morada es a la vez un regresar interno e invisible del extravío de la vida a la salvación y a la paz. Pero lo uno se transparenta directamente a través de lo otro; directamente, esto es, sin que haga falta una conclusión que los enlace, pues le sería imposible a ningún razonamiento llegar a esa unidad íntima e indisoluble entre la apariencia de primer plano y la significación de fondo. No puedo extraer algo así como un  nudo sentido para abstraerlo en forma de conceptos generales; no puedo poseer el contenido significativo sino entregándome a la figuración que, como tal, está cargada de sentido.

En la segunda estrofa, sobre todo, el lenguaje de signos de la metáfora revela, más allá de todo simbolismo, aquello que nunca podríamos poseer a base de una comprensión atada a la experiencia. “Áureo florece el árbol de la gracia –desde la fresca savia de la tierra”: absurda pretensión sería tratar de decir de nuevo y de manera distinta lo que esta metáfora nos dice de modo intransferible e irrepetible. Absurdo buscar un núcleo significativo que pudiera expresarse en un frío enunciado. ¡Qué es lo que no se pide a  nuestra visión y a nuestra comprensión!.  Un árbol de doradas flores, pero no un árbol cualquiera, sino el árbol de la gracia, y no en su acabada presencia de objeto, sino en el momento mismo en que surge desde la fresca savia de la tierra. Esto no lograría convencer al entendimiento, que en todo busca semejanzas y afinidades externas; y, sin embargo, este lenguaje comparativo es tan verdadero y tan válido, que todas las dudas desaparecen ante la conciencia de que eso es realmente así, de que así y no de otro modo es el árbol de que aquí se trata.

(Igual cosa acontece con el soneto de Lope de Vega:

(Suelta mi manso, mayoral extraño
pues otro tienes de tu igual decoro;
deja la prenda que en el alma adoro,
perdida por tu bien y por mi daño.

Ponle su esquila de labrado estaño
Y no le engañen tus collares de oro;
Toma en albricias este blanco toro
Que a las primeras yerbas cumple un año.

Si pides señas, tiene el vellocino
Pardo, encrespado, y los ojuelos tiene
Como durmiendo en regalado sueño.

Si piensas que no soy su dueño, Alcino,
Suelta y verásle si a mi choza viene,
Que aún tienen sal las manos de su dueño).


3.- TEMPLE DE ANIMO Y ESTILO.

No debemos esquivar por más tiempo la siguiente pregunta: ¿con qué derecho estamos tomando el poema lírico como ejemplo de la poesía general?. A eso responderemos que el poema lírico tiene una generalidad ejemplar, en el sentido de que en él aflora la ley esencial de toda creación poética, lírica o no. ¡Y por qué?. Porque en el poema lírico el “qué”, el contenido objetivo, con todo lo que tiene de materialidad y exterioridad, se ve absorbido por el “cómo”, por la manera como está configurado, por la forma verbal atemplada por el estado de ánimo; en una palabra, por el estilo.

La funesta tendencia a comprender a deshacer –mejor dicho- la obra literaria partiendo del tema, no puede combatirse más eficazmente que por el contacto con los poemas líricos. No hay mejor manera de adiestrar la mirada y hacer ver que el contenido objetivo, como tal, no es ni vale nada en la obra poética, y que en ella lo esencial no es la materia, sino el temple que la empapa, no la verdad exterior, sino la interior, y esto no hay mejor manera de ejemplificarlo que con la poesía lírica.

Confrontaré aquí cuatro estrofas en que domina un mismo motivo: el paisaje de luna:

Cuando la plateada luna se asoma por las ramas
Y sobre l prado vierte su luz adormecida
Y canta el ruiseñor,
Vago yo tristemente de mata en mata (12).

Es un paisaje de luna blando, suave, desleído en débil resplandor, trémulo de mansa queja y callada melancolía; podríamos hablar de “sensibilidad”. En cambio:

Ha salido la luna,
Las estrellitas doradas
En el cielo brillan luminosas y claras.
El bosque se alza negra y calla.
Y de los prados sube
La blanca niebla, milagrosamente (13).

Este paisaje lunar está penetrado del temple de ánimo de un hombres sereno y puro, piadoso y reconcentrado; su estructura es clara y articulada; podríamos intitularlo “Recogimiento”. Por otra parte:

Adivino en el oriente
Brillo y luego de la luna,
Sauces de esbelto ramaje.
Jugueteando entre las olas.
Por las sombras agitadas
Tiembla mágica la luna;
Por los ojos entra el fresco,
Serenándonos el alma (14).

Otra vez un paisaje lunar; pero ¡cuán nuevo, cuán diverso!. Transparente, espiritualizado, y al mismo tiempo de misteriosa semioscuridad. Deberíamos llamarlo “Presentimiento”. Y por fin:

Yace el estival ocaso
Sobre el bosque y verdes prados.
Luna de oro en azul cielo
Con sus rayos nos conforta (15).

Delicada agrupación de impresiones multicolores, degustadas por lo que tienen de delicioso; expresión de una proyección afectiva en el objeto. Su título: “Goce”.

(Igual diversidad en estas otras poesías:

(Bajo la calma del sueño
calma lunar de luminosa seda,
la noche,
como si fuera
el blando cuerpo del silencio,
dulcemente en la inmensidad se acuesta.


(La luna va por el agua.
¡Cómo está el cielo tranquilo!
Va segando lentamente
El temblor viejo del río
Mientras que una rama joven
La toma por espejito.

(He venido por la senda
con un ramito de rosas
del campo.

Tras la montaña
Nacía  la luna roja;
La suave brisa del río
Daba frescura a la sombra;
Un sapo triste cantaba
En su flauta melodiosa;
Sobre la colina había
Una estrella melancólica...

He venido por la senda
Con un ramito de rosas).

Así  pues, un mismo tema nos dice cosas muy distintas en  cada caso; un solo contenido objetivo puede reflejar temples diferentes del hombre; de lo que se trata no es de la identidad externa del motivo, sino de la variada significación vital y del tono anímico, en cada caso diferente.

Veamos otros  ejemplos. Primero, cuatro poemas sobre la fuente:

¡Reluciente plata, con la que se aúna
las anchas sombras de tilos ramosos!
Tú júbilo manso, refrescante y sereno
Lo conocen todos.

Susurran, murmuran las líquidas fuentes,
De ellas manó todo este verdor.
Lamentan temblando y temen ya ahora
la nevada estación (16).

Si el ritmo está medido de acuerdo con un esquema preciso y riguroso (nótese el acierto con que alternan la elevación y el descenso), la forma está imbuida de razonada luminosidad; la impresión objetiva se va configurando clara y distintamente, cada uno de los rasgos queda fijado por una palabra adicional, cuidadosamente seleccionada. Es característico que el tercero y cuarto versos de la primera estrofa no manifiestan con una figuración la sensación de júbilo, sino que se expresa directamente la conciencia del gozo experimentado; también es significativo que los versos finales hacen culminar la impresión de conjunto en una interpretación mental: las fuentes se convierten en imagen de lo transitorio.


Muy distinto es este otro poema:

Oye, que la flauta llora,
Y las frescas fuentes corren,
Leves caen los tonos de oro,
¡Calma, calma, y escuchemos!.

¡Dulce ruego, suave anhelo,
que nos acaricia el alma!
Por la noche que me envuelve
Llega a mi la luz del canto (17).

Al suelto enlace rítmico corresponde la musicalidad y lo vaporoso de la forma. Todas las cosas se ligan y se confunden entre sí: lo visto, lo oído, lo sentido: “leves caen (impresión táctil) los tonos (impresión auditiva) de oro (impresión visual)”. Y más aún: “llega a mi la luz del canto” (¡)[13] A las fuentes mismas sólo se les dedica un verso, y aun se mencionan principalmente por ser frescas y corrientes; y es que no se trata de la reproducción plástica de una figura precisa y limitada, sino de la captación vaga de un objeto que es signo del alma. Veamos los otros dos ejemplos:

Asciende el chorro, y cayendo llena
La rueda de marmórea taza.
Que ya revuelta se desborda
Al fondo de otra taza baja;
Y ésta da, que está colmada,
Su oleaje hirviente a otra taza,
Y todas dan y todas toman
Y fluyen y descansan (18).

Dos pilas, una a la otra superando,
De un antiguo y redondo borde en mármol;
De la más alta, agua que suavemente se inclina
Hacia el agua que abajo está esperando
Silente ante el murmullo de la conversadora
Y mostrándole, como en la palma de la mano,
Secretamente, cielo tras lo verde
Y lo umbrío, como un objeto extraño.

Ella misma, apacible y sin nostalgia,
Extendiéndose en círculos por el hermoso vaso;
Más soñadoramente y gota a gota, a veces.
  Por líquenes colgantes deslizándose
  Hasta la superficie final que, desde abajo.
     Sonreír hace a su taza, por los cambios (19)[14]

El contraste entre las dos actitudes humanas no podría ser más evidente. En un caso hay un alejamiento contemplativo respecto a la impresión objetiva; en el otro, un entregarse a la esencia de las cosas. En uno, la animante captación de una forma rigurosamente ensamblada y netamente redondeada; en el otro, un sensitivo sumirse en las más leves palpitaciones, en las vibraciones  más finas, en las más tenues ramificaciones del mismos acaecer objetivo. Allá están frente a frente el objeto de significación espiritual y la sosegada conciencia de él, aquí hay un fundirse con la vida del objeto. Allá se interpela a las cosas vislumbrando el símbolo; aquí se habla desde las cosas, desde el interior de ellas.

O compárese el Cuadro otoñal (Herbstbild) de Hbeel con el poema de otoño de Georg Trakl:

¡No he visto como éste un día de otoño!
En calma -¿respiramos?- está el aire:
Y sin embargo, por doquiera caen
De cada árbol el sol hace caer en la tierra (20).
Y Trakl:
Un sol de otoño, débil, vacilante
La fruta se desprende de los árboles.
Mora el silencio en ámbitos azules,
En una sola prolongada tarde.

Voces de bronce; dobles de difunto;
Y aquel animal blanco se desploma.
Roncas canciones de morenas niñas
Se desvanecen al caer las hojas.

         Ocaso lleno de silencio y vino;

Guitarras que gotean dolorosas.
Y a la suave lámpara de dentro
Retornas tú como si fuera en sueños (21).

En Hebbed, lo que se expresa es el otoño puro, clemente, maduro; en Trakl, en cambio,  el otoñal desvanecerse, dispersarse, morir. En Hebbel, la atmósfera es luminosa y clara; en Trakl, espectral y como embrujada. En Hebbel  hay un ambiente alegre y libre; en Trakl, uno de melancólica decadencia.

(Parecido es el contraste entre la Estrofa al viento del otoño, de Carlos Pellicer, y Un loco, de Antonio Machado:

(Oh viento del otoño, tus olas regocijan las danzas pastorales y en tu caudal paseo mueves dulces señales en la flor de la espiga.  ¡Maravilloso viento del otoño!.
Tu espíritu sacude los huertos coronados de frutas:

Y tu sutil presencia aligera los gajos henchidos.
Pera de plata, manzana pintada o despintada,
Higo como el crepúsculo dulcísimo y sombrío.
Tu brazo y tu ala estremecen los árboles
Y se oye el ruido oscuro de los frutos que caen,
¡Oh viento del otoño, maravilloso viento
del otoño!).

(Y Machado:
(Es una tarde mustia y desabrida
de un otoño sin frutos, en la tierra
estéril y raída
donde la sombra de un centauro yerra.

Por un camino en la árida llanura,
Entre álamos marchitos
A solas con su sombra y su locura.
Va el loco, hablando a gritos.

Lejos se ven sombríos estepares,
Colinas con malezas y cambrones,
Y ruinas de viejos encinares,
Coronando los agrios serrijones.

El loco vocifera
A solas con su sombra y su quimera).

En resumen: lo que la poesía quiere decirnos no lo captamos con la mirada fija en el tema y el motivo, sino entregándonos al modo de presentación henchida de temple de ánimo y de su atemperada significación.

El temple de ánimo no tiene nada que ver con el “humor”, en el sentido habitual de “estar de mal temple”: no implica nada festivo ni sentimental, sino que quiere decir que la persona en su totalidad está templada, atemperada, sintonizada, en cierta forma, y sin que en ello intervenga el capricho o la voluntad. No podemos provocar un temple de ánimo; éste surge dentro de nosotros y nos invade.

La misma insípida destemplanza que caracteriza a lo cotidiano no por eso deja de ser menos temple de ánimo que, digamos, una nostalgia angustiosa o una serenidad imperturbable, el aburrimiento no lo es menos que la alegría; la melancolía no menos que la euforia; la casta sobriedad de un Matthias Claudius no menos que los arrobamientos extasiados de un Brentano; la cristalina luminosidad de un Lessmg no menos que el sombrío duelo de un Lenau.

Además, no cabe considerar el temple de ánimo como cosa “puramente subjetiva”. Por lo común se piensa que el estado de ánimo es algo en extremo mudable, algo que cambia de hombre a hombre, de hora en hora, de momento en momento, de manera incontrolable e impremeditadas que no es sino el fantasma gótico acompañante de nuestra vida propiamente dicha de nuestra vida objetivamente organizada; que sólo es el leve hálito que circunda lo estable y duradero en nosotros.

Esta idea hace que la poesía, en cuanto poetización de estados de ánimo humanos, se considere una y otra vez como un encanto que no compromete, como pura cáscara, como cobertura in esencial; los contenidos objetivos, se piensa, como los que conoce la experiencia precientífica o el conocimiento científico, constituyen el núcleo sólido, la verdadera sustancia de la poesía; la cáscara que la envuelve puede ser atractiva, seductora, de buen gusto, pero en el fondo todo eso es y seguirá siendo fútil engaño.

  El pensamiento existencialista ha hecho posible que la comprensión de la poesía vuelva la espalda a esa falsa concepción. Heidegger habla de la fuerza reveladora del temple de animo; Jaspers, de su virtud iluminadora. En este nuestro estar templados, atemperados, y por medio de él, se pone de manifiesto lo que ocurre en lo más profundo de nuestro ser; el temple de ánimo nos coloca ante nosotros mismos, traiciona algo de las secretas profundidades de nuestra verdadera situación[15]

      Porque revela, ilumina y hace patente, el temple de ánimo es “verdadero”; y por serlo –sólo por serlo- puede la poesía, poetizadora de los temples de ánimo humanos, poseer algo así como una “verdad interior”. Eso que en la trama de nuestra existencia no son sino chispazos sueltos ocurre en la poesía con reconcentrada receptividad y concentrada expresividad; la atemperada revelación de nuestro ser más auténtico.

      Así, pues, la poesía arraiga en el fondo prístino del ser humano, que escapa a toda intervención planeada y a toda confección intelectual. El que un paisaje de luna se presente en tal o cual forma y coloración; el que una fuente o el otoño se nos ofrezcan así o de otro modo, todo eso está decidido de antemano por el temple de ánimo que los alumbra en cada caso.



NOTAS:


[1]  Extraído del libro homónimo. Editorial F.C.E. México,  1979.
[2] Traducción de José Gaos, Fondo de Cultura Económica, México, 1951, pp. 275 y 288.
[3]  “Corazón, mi corazón, ¿en qué irá a parar todo esto? - ¿qué es lo que te oprime tanto? - ¡Cuán extraña y nueva vida! – No te reconozco ya” (Goethe).

[4]  “¡Dormir, dormir, sólo dormir! -¡No despertar ni soñar! –De aquellas penas que me hirieron –apenas un leve recuerdo. –Que cuando la plenitud de la vida –resuene en lo profundo de mi tranquilidad. –yo me esconda más en mi embozo, -y cierre los ojos aún más” (Hebbel).

[5]   “De ahí del oriente, de ahí del poniente –me rodea la adversidad; -cuanto mejores son mis intenciones, -más me abate la desgracia; -y sin embargo, quiero resistir, quiero de férrea cinta –rodear, con paciencia, mi corazón, -quiero un acerado escudo –llevar siempre en defensa. –Desgracia, ruge y brama.- yo lucharé contigo, -te destruiré, hagas lo que hagas.- Bien puedes comenzar a afilar –tus venablos, más y más, -y con fuerzas y mañas –armar tu ejército infernal, -quiero, pese a todo, ganar la batalla, -si la paciencia me da escudo y armas” (Schottel, siglo XVII).

[6]  “No cantéis con canto lúgubre- la soledad de la noche. –No, que ella ¡oh, hermosas! –está hecha para la compañía.- Por eso, en el largo día.- recuérdalo, querido corazón: -todo día tiene su tormento- y la noche su placer”(Goethe).

[7]  Véase el texto alemán en el Apéndice, número 1.
[8]  “¿Azulado frescor!- ¿Cielo y altura! –Dorados peces- en el mar pululan” (Goethe). –“Turbiamente se extinguió el bochornoso día estival, -sordo y lúgubre suena el golpe de mi remo; -estrellas, estrellas- si ya es de noche-, -estrellas, ¿por qué no habéis salido aún?” (Conrad Ferdinand Meyer).
[9]  “El sagrado aliento de las estrellas silenciosamente flota en el aire por la lejanía y llega hacia mí” (Brentano).- “Insomne noche; murmurar de lluvia –en vela está mi corazón, y escucha- cómo corren los tiempos que pasaron, - o cómo avanza el tiempo venidero” (Lenau).
[10]  “¿Oh, es tan sombría la estancia de la muerte! –Resuena tan horrendo cuando se mueve”.
[11]  Para una determinación de la esencia de la realidad poética, véase mi ensayo sobre lo poético (Das Dichterische) en la revista Die Sammlung, junio-julio de 1946.
[12]  Para el concepto del “Tal –cómo”, cf. el ensayo de Haecker intitulado Lyrik und Metaphysik, reproducido en Christentum und Kultur.
[13]  (Cf. En  Juan Ramón Jiménez: “¡Oh, qué sonido de oro que se va- de oro que ya se va a la eternidad; -qué triste nuestro oído, de escuchar- ese oro que se va a la eternidad...”).
[14]  Traducción de Luis di Lorio con algunos retoques. (T.).
[15] En Heidegger el problema es ontológico; en Jaspers es ético-metafísico, contraste que se manifiesta también en el concepto que cada uno tiene del temple de ánimo. Véase mi libro Existenzphilosophie. Eine Einführung in Heidegger und Jaspers. Leipzig, 1934. Habría que completar y acentuar el contraste ahí intentado con una referencia a la que Jaspers denomina “razón” (Vernunft) y desarrolla como polo opuesto, dentro del pensamiento, a la “existencia” (Existenz).