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5 de mayo de 2012

LA MÚSICA DE LA POESÍA POR T. S. ELIOT





EL POETA, cuando habla o describe sobre poesía, tiene determinadas virtudes y determinadas limitaciones: si sólo tenemos en cuenta éstas, apreciaremos mejor aquéllas –una preocupación que recomiendo a poetas y lectores, cuando tengan que decir algo acerca de la poesía. Jamás he podido releer mis escritos en prosa sin sufrir un serio embarazo: eludo la prueba, y consecuentemente no tomo en consideración todas las afirmaciones que en diversas ocasiones haya hecho; con frecuencia he de repetir lo que haya dicho antes, e igualmente he de contradecirme de continuo. Pero creo que los escritos críticos de los poetas, de los que en el pasado han habido muy respetables ejemplos, deben gran parte de su interés al hecho de que, tras la mente del poeta, si no como su propósito ostensible, éste siempre trata de defender la clase de poesía que escribe, o formular la que le gustaría escribir. Muy en particular, cuando es joven, y ocupado activamente en defender la clase de poesía que practica, él juzga la poesía del pasado en relación con la suya: y su gratitud por aquellos poetas desaparecidos de los que aprendió, así como su indiferencia por aquellos otros cuyos propósitos han sido extraños al suyo, son seguramente exagerados. Es menos juez que abogado. Su conocimiento puede ser hasta parcial: pues sus estudios quizá le hayan llevado a concentrarse en determinados autores y despreciar otros. Cuando hace teorías acerca de la creación poética, lo más probable es que esté generalizando un determinado tipo de experiencia; cuando se aventura en problemas de estética, lo probable es que sea menos –y no más– competente que el filósofo; y en última instancia, quizá no haga más que registrar, para la mejor información del filósofo, los datos de su propia introspección. Lo que escribe sobre poesía, en suma, debe valorizarse en relación con la poesía que él escribe. Debemos, pues, volver al especialista, al conocedor, para la comprobación de los hechos, y al más reconocido crítico si deseamos un juicio imparcial. El crítico, ciertamente, debe tener algo de especialista, y éste algo de crítico.
Hay otro hecho, otro hecho más particular en que difiere el conocimiento del especialista con el del practicante en asuntos de versificación. En esto quizá fuera más prudente hablar sólo de lo que a mí respecta. Nunca me ha sido posible retener los nombres de los pies y metros, o dar el debido respeto a las reglas aceptadas de la métrica de los versos. En la escuela me gustaba mucho recitar a Homero o a Virgilio –claro que a mi manera. Quizá tenía entonces una sospecha instintiva de que nadie realmente sabía cómo pronunciar correctamente el griego, o qué mezcla de esta lengua con ritmos nativos apreció el oído romano en los versos de Virgilio; quizá únicamente tuviera un instinto de pereza defensiva. Cuando llegó el tiempo de aplicar reglas de medida al verso inglés, con sus muy marcados acentos y sus variables valores silábicos, yo deseaba saber por qué una línea era buena y otra mala; y esto jamás la métrica me lo pudo decir. La única manera de aprender a manejar cualquier clase de verso inglés parecía ser por asimilación e imitación, identificándose uno tanto en la obra de un determinado poeta que se pudiera producir un derivativo reconocible. Esto no quiere decir que yo considerara el estudio analítico de la métrica, de las formas abstractas que sonaban tan extraordinariamente diferentes cuando eran usadas por diferentes poetas, como una manera absurda de perder el tiempo. Nada más yo pensaba que el estudio de la anatomía nunca nos enseñaría cómo hacer que una gallina pusiera sus huevos. No puedo recomendar otra manera de estudiar griego o latín si no es con la ayuda de las reglas de métrica establecidas por los gramáticos mucho tiempo después de que la mayor parte de las poesías fueron escritas: pero si nos fuera posible revivir estas lenguas de tal modo que pudiéramos hablarlas y oírlas como sus propios autores, estoy seguro de que veríamos estas reglas con positiva indiferencia. Estamos obligados a aprender una lengua muerta por medio de métodos artificiales, y nuestros sistemas de enseñanza, por otro lado, tienen que ser aplicados a discípulos que en su mayoría sólo están capacitados para una lengua moderna. Y hasta en el estudio de la poesía de nuestra propia lengua, encontramos la clasificación de metros, de líneas con diferentes cantidades de sílabas y acentos colocados en diferentes lugares, lo suficientemente útil en un principio, como el mapa simplificado de un intrincado territorio: pero es sólo el estudio, no de la poesía sino de los poemas, el que puede educar nuestro oído. Y no por medio de reglas, o por una imitación fría, sino por esa imitación más profunda que sólo puede lograrse por el análisis del estilo. Cuando imitábamos a Shelley, no era tanto por el deseo de escribir a su manera, como por la invasión del yo adolescente por Shelley, la cual hizo esa manera de Shelley; es decir, la única forma posible por entonces de escribir.
La práctica de la versificación inglesa ha sido, sin duda, afectada por el conocimiento de las reglas de la prosodia; y queda para el especialista histórico el determinar la influencia del latín sobre los grandes innovadores como Wyatt y Surrey. El gran gramático Otto Jespersen ha sostenido que la estructura de la gramática inglesa ha sido mal entendida en nuestros esfuerzos de conformarla a las categorías del latín –como en el supuesto “subjuntivo”. En la historia de la versificación, sin embargo, no existe la cuestión de que si los poetas han entendido o no han entendido los ritmos del lenguaje al imitar modelos extranjeros: debemos de aceptar las prácticas de los grandes poetas del pasado, puesto que son prácticas en las que hemos ejercitado nuestro oído y en las que siempre debe de ejercitarse. Creo que un número de influencias extranjeras han enriquecido el alcance y variedad del verso inglés. Algunos eruditos clásicos sostienen –y éste es un asunto fuera de mi competencia– que la medida original de la poesía latina, era rítmica más que silábica, que fué alterada por la influencia de una lengua muy diferente –el griego– y que regresó a algo que se aproximaba a sus formas primitivas, en poemas como el ‘Pervigilium Veneris’ y los himnos cristianos. De ser cierto esto, no puede menos que sospechar que para una audiencia culta de la época de Virgilio, parte del placer en la poesía consistía en la presencia dentro de ella de dos sistemas o estructuras métricas, en un arreglo como de contrapunto: placer hasta para una audiencia que no fuera suficientemente hábil en el análisis de la experiencia. De igual modo, quizá la belleza de una buena parte de la poesía inglesa se deba a la presencia de más de una estructura métrica en ella. Intentos deliberados de idear metros ingleses tomados de modelos latinos han dado resultados demasiado fríos. Entre los de mayor éxito pueden centrarse algunos ejercicios de Campion, en su breve pero muy poco leído tratado de métrica; entre los más notables fracasos, según mi opinión, pueden citarse los experimentos de Robert Bridges –y daría todas sus ingeniosas invenciones por sus primeros y más tradicionales poemas. Pero cuando un poeta ha asimilado íntegramente la poesía latina de tal manera que su movimiento vivifique su verso sin deliberada artificialidad –como en Milton y en algunos poemas de Tennyson– el resultado no puede menos de considerarse como uno de los grandes triunfos de la versificación inglesa.
Lo que creo que tenemos, en la poesía inglesa, es una amalgama de sistemas originados en fuentes diversas (aunque no quisiera usar la palabra “sistema” pues sugiere una invención consciente más que un crecimiento): una amalgama parecida a la amalgama de razas, y seguramente debida en parte a orígenes raciales. Los ritmos de los anglosajones, celtas, normandos, franceses, ingleses y escoceses, han dejado sus huellas en la poesía inglesa, al igual que los ritmos del latín y, en diversas épocas, los del francés, italiano y español. Como acontece en los seres humanos de una raza compuesta, en que rasgos diferentes pueden preponderar en diferentes individuos, y hasta en los miembros de una misma familia, de igual modo en un compuesto poético este o aquel elemento puede congeniar mejor con éste o aquel poeta o con tal o cual período. La clase de poesía que se nos da está determinada, de tiempo en tiempo, por la influencia de tal o cual literatura contemporánea en una lengua extranjera; o por circunstancias que hacen un período de nuestro pasado más atrayente que otro; o por el prevaleciente énfasis en la educación. Hay, sin embargo, una ley en la naturaleza más poderosa que cualquiera de estas corrientes variables, o influencias de fuera o del pasado: la ley de que la poesía no debe apartarse demasiado del lenguaje ordinario a que estamos acostumbrados a usar y oír diariamente. Ya sea rítmica o silábica, rimada o no rimada, formal o libre, la poesía no puede darse el lujo de perder su contacto con el cambiante lenguaje de la comunicación común y corriente.
Parecerá extraño que cuando me propongo hablar de la “música” de la poesía, ponga tanto énfasis en la conversación. Pero me gustaría recordar antes que nada que la música de la poesía no es algo que exista fuera y aparte del significado. De otra manera, tendríamos poesía de gran belleza musical que no tuviera ningún sentido, y puedo asegurar que jamás me he encontrado con tal clase de poesía. Las aparentes excepciones muestran sólo una diferencia de grado: hay poemas en los que nos emocionamos por su música, y damos por sabido su significado, de igual manera que hay poemas en que nos preocupamos por su significado, emocionándonos su música sin que lo notemos. Tomemos un ejemplo aparentemente extremoso –el verso sin sentido de Edward Lear. Su falta de sentido, su disparate, no es en realidad una vacuidad de sentido: es una parodia del sentido y en eso radica su sentido. The Jumblies es un poema de aventuras, y de nostalgia por el romance de viajes y exploraciones remotos; “The Yongy-Bongy-Bo” y “The Dong with a Luminous Nose” son poemas de una pasión irrecompensable –verdaderos “blues”. Gozamos la música que es de calidad superior, y gozamos la sensación de irresponsabilidad en el sentido. O tomemos un poema de otro tipo, el “Blue Closet” de William Morris. Es un poema delicioso, aunque no pueda yo explicar qué significa y dudo que el autor por su parte pudiera hacerlo. Tiene un efecto parecido al de una runa o un talismán, pero runas y talismanes son formulas muy prácticas y eficientes para producir resultados definitivos, como el de sacar una vaca de un pantano. Mas su intención obvia (y creo que el autor en esto triunfa) es la de producir el efecto de un sueño. No es necesario, a fin de gozar el poema, saber qué es lo que significa el sueño; pero los seres humanos tienen la firmísima creencia de que los sueños siempre significan algo: han creído –y muchos creen todavía– que los sueños revelan los secretos del futuro; la ortodoxa creencia moderna es la de que los sueños revelan los secretos –al menos los más horribles– del pasado. Es algo común observar que el significado de un poema puede escapar del todo a la paráfrasis. No es en cambio tan común observar que el significado de un poema tenga un alcance mucho mayor que el que se propuso su autor, y algo remoto de sus orígenes. Uno de los más obscuros poetas modernos fué el escritor francés Stephane Mallarmé, de quien los franceses dicen con frecuencia que su lenguaje es tan peculiar que sólo los extranjeros pueden entenderlo. El finado Roger Fry, y su amigo Charles Mauron, publicaron una traducción al inglés con anotaciones a fin de desentrañar el significado: cuando me enteré de que un soneto difícil fue inspirado al contemplar una pintura en el techo reflejada sobre la superficie pulida de una mesa, o al contemplar la luz de la espuma reflejada en un vaso de cerveza, lo único que puedo decir es que esto quizá sea una correcta embriología, pero que no es el significado. Si un poema nos emociona, es que ha significado algo, tal vez algo importante para nosotros; si no nos emociona, entonces es, como poesía, sin significado u objeto alguno. Podemos ser afectados fuertemente al escuchar la recitación de un poema en un idioma del que no entendamos ni palabra; pero si después se nos dice que el poema es sólo paja y no significa nada, pensaremos entonces que fuimos engañados –esto no era un poema sino únicamente una imitación de música instrumental. Si, como nos enteramos, solamente una parte del significado puede parafrasearse, esto se debe a que el poeta ya está ocupado con los límites de la conciencia, más allá de los cuales las palabras fracasan, aunque el significado aún exista. Un poema puede significar muy diferentes cosas a diferentes lectores, y todos estos significados pueden ser diferentes del que quiso darle su autor. Por ejemplo, el autor pudo bien haber escrito alguna experiencia muy peculiar y personal, que él vio sin ninguna relación con algo del mundo exterior; sin embargo, para el lector el poema puede llegar a ser la expresión de una situación general, así como alguna experiencia privada suya. La interpretación del lector puede diferir de la del autor y ser igualmente válida –quizá hasta superior; Tal vez haya más en un poema de lo que el autor sea capaz de darse cuenta. Las diferentes interpretaciones posiblemente no sean sino formulaciones parciales de una cosa; las ambigüedades quizá se deban al hecho de que el poema signifique más, no menos, de lo que el lenguaje ordinario pueda comunicar.
Así, mientras la poesía intenta llevar algo más de lo que puede transportarse en los ritmos de la prosa, queda siempre, al final de cuentas, una persona conversando con otra; y esto es igualmente cierto si se canta, ya que el canto es otra forma de conversar. La estrecha relación que hay entre la poesía y la conversación no es un asunto del cual podamos obtener leyes exactas. Toda revolución en poesía está apta para ser, y a veces para anunciarse como tal, un regreso al lenguaje cotidiano. Esta fue la revolución que Wardsworth anunció en sus prefacios, y no se equivocó, pero una revolución semejante fue llevada a cabo un siglo antes por Oldham, Waller, Denham y Dryden; y la misma revolución se efectuó nuevamente un poco más de un siglo después. Los partidarios de una revolución desarrollan el nuevo idioma poético en una u otra dirección; lo pulen o perfeccionan: mientras que el lenguaje hablado continúa cambiando, y el poético pasando de moda. Quizá por hoy no nos demos cuenta de lo natural que habrá sonado el lenguaje de Dryden a los más sensitivos de sus contemporáneos. Ninguna poesía, por supuesto, jamás es exactamente al lenguaje que el poeta habla y escucha: pero tiene que estar en tal relación con el lenguaje de su época que el lector o el oyente pueda decir: “así es como yo hablaría si yo pudiera hablar en poesía”. Y he aquí la razón de por qué los mejores contemporáneos puedan darnos una sensación de entusiasmo y una especie de plenitud diferentes a cualquier sentimiento que una poesía, aun de mayores vuelos, del pasado, pueda despertar en nosotros.
La música de la poesía, por tanto, debe ser una música latente en el lenguaje ordinario de su tiempo. Y esto significa también que debe estar latente en el lenguaje ordinario del lugar del poeta. Y no es que trate en las líneas que corren de declamar en contra de la ubicuidad del inglés “estandarizado” u oficial, o el de las radiodifusoras nacionales. Si todos fuéramos a hablar igual, no habría más discusión sobre por qué no escribimos igual: pero mientras no llegue ese tiempo –y espero que sea pospuesto por muchos años– es obligación del poeta usar el lenguaje que oye a su alrededor, aquel con el que está más familiarizado. Siempre recordaré la impresión que me produjo W. B. Yeats leyendo versos en voz alta. Oírle recitar sus propios poemas era reconocer cuánto se necesita de la manera irlandesa de hablar a fin de encontrar y realzar las bellezas de la poesía irlandesa: oír a Yeats recitando William Blake era una experiencia de índole diversa, más de asombro que de satisfacción. Por supuesto que no se desea que el poeta reproduzca exactamente el idioma cotidiano suyo, ni el de su familia, ni el de sus amigos, ni el de su distrito: sino que lo que ahí encuentre sea el material con el que haga su poesía. Está obligado, como el escultor, a ser leal al material con que trabaja; con los sonidos que él escucha debe hacer su melodía y su armonía.
Sería un error, sin embargo, pensar que toda poesía tiene que ser melodiosa, o que la melodía es algo más que uno de los componentes de la música de las palabras. Ciertas poesías están escritas para ser cantadas; la mayor parte de las poesías, en nuestros tiempos, están compuestas para ser habladas –y hay muchas otras cosas de que hablar, del murmullo de las abejas o el arrullo de las palomas en los olmos inmemoriales. La disonancia, y hasta la cacofonía, tienen su lugar: de igual manera que en un poema de cierta longitud tiene que haber ciertas transiciones entre los pasajes de mayor y menor intensidad, para dar un ritmo de fluctuante emoción, tan esencial a la esctructura musical del todo; y los pasajes de menor intensidad deben ser con relación al nivel dentro del cual el poema está concebido, prosaicos –de modo que, en el sentido implícito del contenido, pueda decirse que ningún poeta es capaz de escribir un poema de cierta amplitud si no es un maestro de lo prosaico1.
Lo que importa, pues, es el poema en su integridad: y si el poema entero no necesita ser, y con frecuencia no lo debiera ser, del todo melodioso, se llega a la conclusión de que un poema no sólo está hecho de “palabras bellas”. Tengo dudas de si, desde el punto de vista del sonido solo, una palabra cualquiera es más o menos bella que otra –dentro de su propio lenguaje, pues el problema de que algunos lenguajes no son tan bellos como otros es asunto muy diverso. Las palabras feas son aquellas impropias para la compañía en que se encuentran colocadas; hay palabras que son feas por su crudeza o por deterioro; hay palabras que son feas por su origen extraño o por mal nacidas (v.g. televisión): pero no creo que palabra alguna bien sentada en su propio lenguaje sea bella o fea. La música de una palabra está, por decirlo así, en un punto de intersección: nace de su estrecha relación con las palabras que inmediatamente le preceden o le siguen, e indefinidamente con el total del contexto; y de otra relación, aquella de su inmediato significado, dentro de ese contexto, con todos los significados que haya tenido en otros contextos, es decir, con su mayor o menor riqueza de asociación. No todas las palabras, obviamente, son iguales de rica y bien situadas: es parte del arte del poeta colocar las más ricas entre las más pobres, en los lugares exactos, y no podemos recargar mucho un poema con las primeras –ya que sólo en determinados momentos una palabra puede servir para insinuar la historia completa de un lenguaje y una civilización. Esta es una “alusividad” que no es la moda o excentricidad de determinado tipo de poesía; sino una alusividad que radica en la naturaleza de las palabras, y que concierne igualmente a cualquier clase de poetas. Mi propósito aquí es el de insistir en que un “poema musical” es un poema que tiene una forma, un molde musical de sonido una forma musical de los significados secundarios de las palabras que componen el poema, y que estas dos formas o moldes son indisolubles y forman un todo único. Y si se objeta que es sólo el sonido puro, aparte del significado, a quien pueda aplicarse correctamente el adjetivo “musical”, como contestación únicamente reafirmaría mi aserción previa de que el sonido de un poema es, como el significado, una mera abstracción del poema.
La historia del verso blanco ilustra dos interesantes y relacionados puntos: la dependencia en el lenguaje y la notable diferencia, en lo que es prosódicamente la misma forma, entre el verso blanco dramático y el verso blanco empleado para fines épicos, filosóficos, meditativos e idílicos. La dependencia del verso al lenguaje es mucho más directa en la poesía dramática que en cualquier otra. En la mayoría de las clases de poesía, la necesidad de su apelación por el lenguaje contemporáneo se reduce según la amplitud que se conceda a la idiosincrasia personal: un poema de Gerard Hopkins, por ejemplo, quizá suene demasiado extraño y remoto con relación a la manera cómo nos expresamos nosotros –o mejor dicho, a la manera como se expresaron nuestros padres y abuelos; pero Hopkins da la impresión de que su poesía tiene la fidelidad necesaria a su manera de pensar y hablar consigo mismo. Mas en el verso dramático el poema habla sucesivamente a través de todos sus personajes, a través del medio de una compañía de actores dirigidos por un empresario, y de diferentes actores y diferentes empresarios en diferentes lugares: su lenguaje debe ser comprensivo de todas las voces, pero actual y presente, en un plano más profundo de lo que es necesario cuando el poeta habla solamente para él. Algunos de los últimos versos de Shakespeare son muy elaborados y peculiares: pero continúan siendo el lenguaje no de una persona, sino de un mundo de personas. Están compuestos con el lenguaje de hace trescientos años; sin embargo, cuando los oímos bien dichos nos olvidamos de la distancia del tiempo –tal como se nos dan más patentemente en uno de sus dramas, de los cuales Hamlet es el primero, que pueden muy propiamente representarse en trajes modernos. En los tiempos de Otway el verso blanco dramático ya era artificial y en los mejores casos reminiscente; y cuando llegamos a los dramas en verso del siglo XIX, de los cuales “The Cenci” sea probablemente el más grandioso, es muy difícil tener y conservar una ilusión de realidad. Casi todos los grandes poetas del siglo pasado ensayaron el teatro en verso. Este teatro, que muy contada gente lee más de una vez, es considerado con respeto, como poesía de primera clase; y su insipidez se atribuye al hecho de que sus autores, aunque grandes poetas, eran amateurs en el teatro. Pero aun cuando los poetas hubieran tenido grandes dotes naturales para el teatro, o se hubieran esforzado por adquirir el oficio, sus obras habrían sido igualmente ineficaces, a menos que sus talentos y experiencias teatrales les hubieran hecho ver la necesidad de emplear una diferente clase de versificación. No es principalmente falta de argumento, o falta de acción, o momentos álgidos, o realización imperfecta de personajes, o falta de eso que se llama “teatro”, lo que hacen estas obras tan faltas de vida; es, sobre todas las cosas, el ritmo de su lenguaje, lo que no podemos en ningún momento asociar a ningún ser humano, excepto a un recitador de poesías.
Hasta en el potente manejo del verso blanco dramático de Dryden vemos una grave deterioración. Hay magníficos pasajes en All for Love: no obstante, los personajes de Dryden por momentos hablan más naturalmente en los dramas heroicos que escribió en pareados rimados, que en los que se pensarían fueran los más naturales, por estar compuestos en verso blanco –aunque con menos naturalidad en inglés que los personajes de Corneille y Racine en francés. Las causas del apogeo y declinación de cualquier forma de arte son siempre complejas, y siempre podemos señalar o descubrir un número de causas accesorias, aunque parece que queda una más profunda que se escapa a toda formulación: por ahora no quisiera adelantar ninguna razón de por qué la prosa ha venido a desplazar el verso en el teatro. Pero me parece que una razón de por qué el verso blanco no puede emplearse más en el drama, consiste en que mucha poesía no dramática, y gran poesía no dramática, ha sido escrita en los últimos trescientos años. Nuestras mentes están saturadas de estas obras no dramáticas, en lo que es formalmente la misma clase de versos. Si pudiéramos imaginar, en un vuelo de fantasía, que Milton apareciese antes que Shakespeare, éste hubiera llegado a descubrir o emplear un medio muy diferente del que usó y perfeccionó. Milton manejó el verso blanco como nadie lo ha hecho ni creo que lo haga: y al hacer esto contribuyó más que ningún otro poeta a hacerlo imposible para el drama: aunque, por otro lado, estemos inclinados a creer que el verso blanco dramático ha agotado sus recursos, y no tenga futuro de ninguna especie. Ciertamente, Milton hizo casi imposible el verso blanco para un par de generaciones posteriores. Fueron los precursores de Wordsworth –Thomson, Young, Cowper– quienes hicieron los primeros esfuerzos para rescatar dicho verso de la degradación en que los imitadores de Milton, en el siglo XVIII, lo habían sumergido. Hay bastante, y muy variado, magnífico verso blanco en el siglo XIX: el más cercano al lenguaje coloquial es el de Brownin –aunque, significativamente más en sus monólogos que en sus obras de teatro.
Una generalización como ésta no implica ningún juicio acerca de la relativa estatura de los poetas. Unicamente es llamar la atención a la profunda diferencia que existe entre el verso dramático y el de otras clases: una diferencia en la música, que es una diferencia en la relación con el lenguaje corrientemente hablado. Esto me lleva al siguiente punto: que la tarea del poeta diferirá, no sólo en lo relativo a su constitución personal, sino al período en que vive. En determinados períodos, la tarea ha consistido en explorar las posibilidades musicales del convencionalismo, establecido entre la relación del idioma del verso y el del lenguaje hablado; en otros, la tarea ha sido captar los cambios en el lenguaje coloquial, que son fundamentalmente cambios en pensamiento y sensibilidad. Este movimiento cíclico tiene también una gran influencia sobre nuestro juicio crítico. En un tiempo como el nuestro, cuando una renovación de la dicción poética, similar a aquella traída por Wordsworth, ha sido exigida (haya o no haya sido satisfactoriamente realizada), estamos inclinados, en nuestros juicios acerca del pasado, a exagerar la importancia de los innovadores a costillas de la reputación de los propagadores: lo que parecerá, seguramente, a una época posterior, nuestra excesiva adulación de Donne y depreciación de Milton.
Me parece haber dicho lo suficiente para aclarar mi creencia de que la tarea del poeta no es única y exclusivamente la de efectuar una revolución en el lenguaje. No sería deseable, aunque fuera posible, vivir en un estado de perpetua revolución: la avidez por una continua novedad de dicción y métrica es tan perjudicial como la adhesión obstinada al idioma de nuestros antepasados. Hay tiempos de exploración y tiempos de desarrollo del territorio conquistado. El poeta que hizo más por el idioma inglés fue Shakespeare: y él realizó, en un breve espacio de tiempo, la tarea de dos poetas. En otras partes ya he intentado señalar su doble logro: aquí sólo quiero decir, brevemente, que el desarrollo del verso de Shakespeare puede, en términos muy generales, dividirse en dos períodos. Durante el primero, va lentamente adaptando su forma al lenguaje coloquial: de tal modo que cuando escribe “Antony and Cleopatra”, ya había imaginado un medio por el cual cualquier cosa que un personaje dramático tuviera que decir, elevado o bajo, “poético” o “prosaico”, pudiera ser dicho con naturalidad y belleza. Llegando a esto, comienza a elaborar. En el primer período –el poeta empieza con “Venus and Adonnis”, pero que había ya comenzado, en “Love’s Labour’s Lost”, a ver lo que tenía que hacer– va de lo artificial a lo simple, de lo duro a lo ágil. En sus últimas obras de teatro, en cambio, va de lo simple hacia lo elaborado. Se preocupa con la otra tarea del poeta haciendo el trabajo de dos poetas en el intervalo de una vida humana, que es experimentar y ver hasta qué punto de elaborada, de complicada, podría hacerse la música sin que perdiera su contacto con el lenguaje coloquial, y sin que sus personajes dejaran de ser verdaderos seres humanos. Este es el poeta de “Cymbeline”, “The Winter’s Tale”, “Pericles”, y “The Tempest”. De los poetas cuyo deseo de experimentación los llevó únicamente por esta dirección, Milton es sin duda el más grande maestro. Podríamos pensar que Milton, al explorar la música instrumental del lenguaje, deja algunas veces de hablar contemporáneamente un idioma social; podríamos pensar que Wordsworth, al tratar de recobrar el idioma social, a veces pasa los límites y llega a ser pedestre; pero con frecuencia es cierto que sólo yendo muy lejos es como podemos saber dónde posiblemente lleguemos; aunque se necesita ser un gran poeta para justificar tan peligrosas aventuras. Hasta ahora, sólo he hablado de versificación y no de estructura poética; y creo que es tiempo de recordar que la música del verso no es un asunto de líneas, sino del poema entero. Esta es la única manera de entrar a la discutida cuestión de las formas poéticas y del verso libre. En las obras teatrales de Shakespeare puede, en algunas de sus escenas, descubrirse un dibujo musical; y en sus más perfectas obras, a través de todas y cada una de ellas. Es una música de imágenes y de sonidos: Wilson Knight ha demostrado en su examen de varias de estas obras cuánto interviene en el efecto total el uso de imágenes periódicas, e imágenes predominantes, a través de una obra. Una comedia o un drama de Shakespeare es una estructura musical demasiado compleja; las estructuras más fácilmente aprehensibles son las formas del soneto, de la oda formal, de la balada, de la villanela, del rondel, o de la sextina. A veces se dice que la poesía moderna ha descartado formas como éstas. He visto, sin embargo, signos de un regreso hacia ellas; y ciertamente, creo que la tendencia regresiva para fijar, y hasta elaborar, modelos es permanente, tan permanente como la necesidad de un estribillo o de un coro en la canción popular. Algunas formas son más apropiadas a un lenguaje que otras, y todas son más apropiadas a unos períodos que a otros. En determinado momento la estrofa es una correcta y natural concreción o formalización del lenguaje en un modelo. Pero la estrofa –y cuanto más elaborada, cuanto más reglas se observan en su justa ejecución, más se realiza esto– tiende a fijarse en el idioma del momento de su perfección. Rápidamente pierde contacto con el cambiante lenguaje coloquial, al ser parte integrante de la perspectiva mental de una generación anterior; se desacredita cuando se emplea únicamente por aquellos escritores que, no teniendo impulsos para concebir, recurren a vaciar su sentimentalismo líquido en un molde ya hecho y en el que vanamente esperan que cuaje. En un soneto perfecto, lo que más se admira no es tanto la habilidad del autor para adaptarse al modelo, como su habilidad y fuerza con que obliga al modelo a ajustarse a lo que él tiene que decir. Sin esta capacidad, que es contingente de la época y del genio individual, el resto es a lo sumo virtuosidad; y cuando un elemento musical es el único elemento, eso también desaparece. Las formas elaboradas regresan: pero siempre habrá períodos en que se dejarán a un lado.
Por lo que respecta al “verso libre”, expresé mi punto de vista hace veinticinco años al decir que ningún verso es libre para el hombre que quiera hacer algo bueno en poesía. Nadie mejor que yo puede afirmar que una gran cantidad de prosa mala ha sido escrita bajo el nombre de verso libre: aunque el que sus autores hayan escrito prosa mala o verso malo, en este o aquel estilo, me parece un asunto sin importancia. Sólo un mal poeta puede considerar el verso libre como una liberación de la forma. Ese verso fue una rebelión en contra de la forma muerta, y una preparación para una forma nueva o para la resurrección de la antigua; fue una insistencia en la unidad interior que es esencial y peculiar de todo el poema, y no en la unidad externa que es general y típica. El poema es antes que la forma, en el sentido de que una forma nace en el deseo e intento de alguien por decir algo; del mismo modo que un sistema de prosodia es sólo una formulación de las identidades en los ritmos de una sucesión de poetas influenciados unos por otros.
Hay que romper y rehacer las formas: pienso, sin embargo, que cualquier lenguaje, mientras sea el mismo lenguaje, impone sus leyes y restricciones y permite sus propias licencias, dicta sus propios ritmos y sus moldes de sonido. Y un lenguaje siempre está cambiando; sus incrementos en vocabulario, en sintaxis, pronunciación y entonación- y hasta su deterioración a la larga – deben aceptarse por el poeta y obtener de ellos el mejor partido. El, a su vez, tiene el privilegio de contribuir al desarrollo y mantener la calidad, la capacidad del lenguaje para expresar con amplitud, y sutil graduación, el sentimiento y la emoción; su principal tarea es la de responder al cambio y la de hacerlo consciente y luchar contra la degradación de las normas que aprendió del pasado. Las libertades que se tomen han de ser para beneficio del mismo orden.
Dejo a otros el que señalen la etapa en que se encuentra por hoy el verso contemporáneo. Me imagino que se podrá estar de acuerdo en que si la producción poética de los últimos veinte años es digna de ser clasificada, deberá catalogarse en uno de esos períodos de búsqueda por un adecuado y moderno idioma coloquial. Aún tenemos un buen camino que recorrer en la invención de un medio poético para el teatro, un medio por el cual podamos oír el lenguaje de los seres humanos contemporáneos, en el que los personajes dramáticos puedan expresar la poesía más pura sin hinchazón, y por el que puedan transmitir el mensaje más sencillo sin que caigan en lo absurdo. Cuando llegamos al punto en que el idioma poético se estabiliza, entonces puede muy bien venir un período de elaboración musical. Creo que un poeta gana mucho con el estudio de la música: sólo que no podría decir qué cantidad de conocimiento de técnica musical sería la deseable, ya que yo mismo soy un ignorante en la materia. Mas creo que las propiedades musicales que más deben interesar al poeta, son el sentido del ritmo y elsentido de la estructura. Me parece que sería posible para un poeta trabajar siguiendo muy de cerca las analogías musicales: el resultado sería un efecto de artificialidad: pero sé que un poema, o un pasaje de un poema, tiende primero a realizarse, a concretarse en la forma de un ritmo determinado antes de que alcance una expresión en palabras, y que este ritmo puede dar a luz la idea y la imagen; y estoy seguro de que ésta no es una experiencia exclusivamente mía. El uso de temas recurrentes es tan propio de la poesía como el de la música. Existen posibilidades para el verso que tienen cierta analogía con el desarrollo de un tema a través de grupos diferentes de instrumentos; hay posibilidades de transiciones en un poema comparables a los diferentes movimientos de una sinfonía o un cuarteto; hay posibilidades de un arreglo contrapuntístico del asunto y materia. Es en la sala de conciertos, más que en el teatro de ópera, donde el germen de un poema puede iniciarse. Sobre este asunto no puedo decir más, y dejo el tema a aquellos que tengan una educación musical. Pero me gustaría, para terminar, recordar nuevamente las dos tareas de la poesía, las dos direcciones en que el lenguaje, en diferentes épocas, debe ser trabajado: es decir, que por más lejos que vaya en elaboración musical, hay que esperar el momento en que la poesía vuelva de nuevo al lenguaje hablado. Los mismos problemas surgen, y siempre en nuevas formas; y la poesía tiene siempre frente a sí, como dijo F. S. Oliver de la política, “una eterna aventura”.

(Traducción de O.G.B.)

NOTAS
1 Esta es la doctrina complementaria de aquella de la línea o pasaje de “prueba” de Matthew Arnold: la prueba de la grandeza de un poeta está en la manera como escribe la parte menos intensa, aunque estructuralmente vital, de su obra.



Publicado en la Revista Atenea, Año XX, Volumen LXXIII, Nº 219, Concepción, septiembre de 1943.


29 de febrero de 2012

"LA FILOSOFÍA DE LA COMPOSICIÓN" POR EDGAR ALLAN POE






En una nota que en estos momentos tengo a la vista, Charles Dickens dice lo siguiente, refiriéndose a un análisis que efectué del mecanismo de Barnaby Rudge: "¿Saben, dicho sea de paso, que Godwin escribió su Caleb Williams al revés? Comenzó enmarañando la materia del segundo libro y luego, para componer el primero, pensó en los medios de justificar todo lo que había hecho".
Se me hace difícil creer que fuera ése precisamente el modo de composición de Godwin; por otra parte, lo que él mismo confiesa no está de acuerdo en manera alguna con la idea de Dickens. Pero el autor de Caleb Williams era un autor demasiado entendido para no percatarse de las ventajas que se pueden lograr con algún procedimiento semejante.
Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno de este nombre ha de haber sido trazado con vistas al desenlace antes que la pluma ataque el papel. Sólo si se tiene continuamente presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su indispensable apariencia de lógica y de causalidad, procurando que todas las incidencias y en especial el tono general tienda a desarrollar la intención establecida.
Creo que existe un radical error en el método que se emplea por lo general para construir un cuento. Algunas veces, la historia nos proporciona una tesis; otras veces, el escritor se inspira en un caso contemporáneo o bien, en el mejor de los casos, se las arregla para combinar los hechos sorprendentes que han de tratar simplemente la base de su narración, proponiéndose introducir las descripciones, el diálogo o bien su comentario personal donde quiera que un resquicio en el tejido de la acción brinde la ocasión de hacerlo.
A mi modo de ver, la primera de todas las consideraciones debe ser la de un efecto que se pretende causar. Teniendo siempre a la vista la originalidad (porque se traiciona a sí mismo quien se atreve a prescindir de un medio de interés tan evidente), yo me digo, ante todo: entre los innumerables efectos o impresiones que es capaz de recibir el corazón, la inteligencia o, hablando en términos más generales, el alma, ¿cuál será el único que yo deba elegir en el caso presente?
Habiendo ya elegido un tema novelesco y, a continuación, un vigoroso efecto que producir, indago si vale más evidenciarlo mediante los incidentes o bien el tono o bien por los incidentes vulgares y un tono particular o bien por una singularidad equivalente de tono y de incidentes; luego, busco a mi alrededor, o acaso mejor en mí mismo, las combinaciones de acontecimientos o de tomos que pueden ser más adecuados para crear el efecto en cuestión.
He pensado a menudo cuán interesante sería un artículo escrito por un autor que quisiera y que pudiera describir, paso a paso, la marcha progresiva seguida en cualquiera de sus obras hasta llegar al término definitivo de su realización.
Me sería imposible explicar por qué no se ha ofrecido nunca al público un trabajo semejante; pero quizá la vanidad de los autores haya sido la causa más poderosa que justifique esa laguna literaria. Muchos escritores, especialmente los poetas, prefieren dejar creer a la gente que escriben gracias a una especie de sutil frenesí o de intuición extática; experimentarían verdaderos escalofríos si tuvieran que permitir al público echar una ojeada tras el telón, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de pensamientos. La verdadera decisión se adopta en el último momento, ¡a tanta idea entrevista!, a veces sólo como en un relámpago y que durante tanto tiempo se resiste a mostrarse a plena luz, el pensamiento plenamente maduro pero desechado por ser de índole inabordable, la elección prudente y los arrepentimientos, las dolorosas raspaduras y las interpolación. Es, en suma, los rodamientos y las cadenas, los artificios para los cambios de decoración, las escaleras y los escotillones, las plumas de gallo, el colorete, los lunares y todos los aceites que en el noventa y nueve por ciento de los casos son lo peculiar del histrión literario.
Por lo demás, no se me escapa que no es frecuente el caso en que un autor se halle en buena disposición para reemprender el camino por donde llegó a su desenlace.
Generalmente, las ideas surgieron mezcladas; luego fueron seguidas y finalmente olvidadas de la misma manera.
En cuanto a mí, no comparto la repugnancia de que acabo de hablar, ni encuentro la menor dificultad en recordar la marcha progresiva de todas mis composiciones. Puesto que el interés de este análisis o reconstrucción, que se ha considerado como un desiderátum en literatura, es enteramente independiente de cualquier supuesto ideal en lo analizado, no se me podrá censurar que salte a las conveniencias si revelo aquí el modus operandi con que logré construir una de mis obras. Escojo para ello El cuervo debido a que es la más conocida de todas. Consiste mi propósito en demostrar que ningún punto de la composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que aquélla avanzó hacia su terminación, paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema matemático.
Puesto que no responde directamente a la cuestión poética, prescindamos de la circunstancia, si lo prefieren, la necesidad, de que nació la intención de escribir un poema tal que satisficiera al propio tiempo el gusto popular y el gusto crítico.
Mi análisis comienza, por tanto, a partir de esa intención.
La consideración primordial fue ésta: la dimensión. Si una obra literaria es demasiado extensa para ser leída en una sola sesión, debemos resignarnos a quedar privados del efecto, soberanamente decisivo, de la unidad de impresión; porque cuando son necesarias dos sesiones se interponen entre ellas los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos el conjunto o la totalidad queda destruido automáticamente. Pero, habida cuenta de que coeteris paribus, ningún poeta puede renunciar a todo lo que contribuye a servir su propósito, queda examinar si acaso hallaremos en la extensión alguna ventaja, cual fuere, que compense la pérdida de unidad aludida. Por el momento, respondo negativamente. Lo que solemos considerar un poema extenso en realidad no es más que una sucesión de poemas cortos, es decir, de efectos poéticos breves. Es inútil sostener que un poema no es tal sino en cuanto eleva el alma y te reporta una excitación intensa: por una necesidad psíquica, todas las excitaciones intensas son de corta duración. Por eso, al menos la mitad del "Paraíso perdido" no es más que pura prosa: hay en él una serie de excitaciones poéticas salpicadas inevitablemente de depresiones. En conjunto, la obra toda, a causa de su extensión excesiva, carece de aquel elemento artístico tan decisivamente importante: totalidad o unidad de efecto.
En lo que se refiere a las dimensiones hay, evidentemente, un límite positivo para todas las obras literarias: el límite de una sola sesión. Ciertamente, en ciertos géneros de prosa, como Robinson Crusoe, no se exige la unidad, por lo que aquel límite puede ser traspasado: sin embargo, nunca será conveniente traspasarlo en un poema. En el mismo límite, la extensión de un poema debe hallarse en relación matemática con el mérito del mismo, esto es, con la elevación o la excitación que comporta; dicho de otro modo, con la cantidad de auténtico efecto poético con que pueda impresionar las almas. Esta regla sólo tiene una condición restrictiva, a saber: que una relativa duración es absolutamente indispensable para causar un efecto, cualquiera que fuere.
Teniendo muy presentes en mí ánimo estas consideraciones, así como aquel grado de excitación que nos situaba por encima del gusto popular y por debajo del gusto crítico, concebí ante todo una idea sobre la extensión idónea para el poema proyectado: unos cien versos aproximadamente. En realidad cuenta exactamente ciento ocho.
Mi pensamiento se fijó seguidamente en la elevación de una impresión o de un efecto que causar. Aquí creo que conviene observar que, a través de este trabajo de construcción, tuve siempre presente la voluntad de lograr una obra universalmente apreciable.
Me alejaría demasiado de mi objeto inmediato presente si me entretuviese en demostrar un punto en que he insistido muchas veces: que lo bello es el único ámbito legítimo de la poesía. Con todo, diré unas palabras para presentar mi verdadero pensamiento, que algunos amigos míos se han apresurado demasiado a disimular. El placer a la vez más intenso, más elevado y más puro no se encuentra -según creo- más que en la contemplación de lo bello. Cuando los hombres hablan de belleza no entienden precisamente una cualidad, como se supone, sino una impresión: en suma, tienen presente la violenta y pura elevación del alma -no del intelecto ni del corazón- que ya he descrito y que resulta de la contemplación de lo bello. Ahora bien, yo considero la belleza como el ámbito de la poesía, porque es una regla evidente del arte que los efectos deben brotar necesariamente de causas directas, que los objetos deben ser alcanzados con los medios más apropiados para ello -ya que ningún hombre ha sido aún bastante necio para negar que la elevación singular de que estoy tratando se halle más fácilmente al alcance de la poesía. En cambio, el objeto verdad, o satisfacción del intelecto, y el objeto pasión, o excitación del corazón, son mucho más fáciles de alcanzar por medio de la prosa aunque, en cierta medida, queden también al alcance de la poesía.
En resumen, la verdad requiere una precisión, y la pasión una familiaridad (los hombres verdaderamente apasionados me comprenderán) radicalmente contrarias a aquella belleza, que no es sino la excitación -debo repetirlo- o el embriagador arrobamiento del alma.
De todo lo dicho hasta el presente no puede en modo alguno deducirse que la pasión ni la verdad no puedan ser introducidas en un poema, incluso con beneficio para éste; ya que pueden servir para aclarar o para potenciar el efecto global, como las disonancias por contraste. Pero el auténtico artista se esforzará siempre en reducirlas a un papel propicio al objeto principal que se pretenda, y además en rodearlas, tanto como pueda, de la nube de belleza que es atmósfera y esencia de la poesía. En consecuencia, considerando lo bello como mi terreno propio, me pregunté entonces: ¿cuál es el tono para su manifestación más alta? Éste había de ser el tema de mi siguiente meditación. Ahora bien, toda la experiencia humana coincide en que ese tono es el de la tristeza. Cualquiera que sea su parentesco, la belleza, en su desarrollo supremo, induce a las lágrimas, inevitablemente, a las almas sensibles. Así, pues, la melancolía es el más idóneo de los tonos poéticos.
Una vez determinados así la dimensión, el terreno y el tono de mi trabajo, me dediqué a la busca de alguna curiosidad artística e incitante, que pudiera actuar como clave en la construcción del poema: de algún eje sobre el que toda la máquina hubiera de girar; empleando para ello el sistema de la introducción ordinaria. Reflexionando detenidamente sobre todos los efectos de arte conocidos o, más propiamente, sobre todo los medios de efecto -entendiendo este término en su sentido escénico-, no podía escapárseme que ninguno había sido empleado con tanta frecuencia como el estribillo. La universalidad de éste bastaba para convencerme acerca de su intrínseco valor, evitándome la necesidad de someterlo a un análisis. En cualquier caso, yo no lo consideraba sino en cuanto susceptible de perfeccionamiento; y pronto advertí que se encontraba aún en un estado primitivo. Tal como habitualmente se emplea, el estribillo no sólo queda limitado a las composiciones líricas, sino que la fuerza de la impresión que debe causar depende del vigor de la monotonía en el sonido y en la idea. Solamente se logra el placer mediante la sensación de identidad o de repetición. Entonces yo resolví variar el efecto, con el fin de acrecentarlo, permaneciendo en general fiel a la monotonía del sonido, pero alterando continuamente el de la idea: es decir, me propuse causar una serie continua de efectos nuevos con una serie de variadas aplicaciones del estribillo, dejando que éste fuese casi siempre parecido.
Habiendo ya fijado estos puntos, me preocupé por la naturaleza de mi estribillo: puesto que su aplicación tenía que ser variada con frecuencia, era evidente que el estribillo en cuestión había de ser breve, pues hubiera sido una dificultad insuperable variar frecuentemente las aplicaciones de una frase un poco extensa. Por supuesto, la facilidad de variación estaría proporcionada a la brevedad de una frase. Ello me condujo seguidamente a adoptar como estribillo ideal una única palabra. Entonces me absorbió la cuestión sobre el carácter de aquella palabra. Habiendo decidido que habría un estribillo, la división del poema en estancias resultaba un corolario necesario, pues el estribillo constituye la conclusión de cada estrofa. No admitía duda para mí que semejante conclusión o término, para poseer fuerza, debía ser necesariamente sonora y susceptible de un énfasis prolongado: aquellas consideraciones me condujeron inevitablemente a la o larga, que es la vocal más sonora, asociada a la r, porque ésta es la consonante más vigorosa.
Ya tenía bien determinado el sonido del estribillo. A continuación era preciso elegir una palabra que lo contuviese y, al propio tiempo, estuviese en el acuerdo más armonioso posible con la melancolía que yo había adoptado como tono general del poema. En una búsqueda semejante, hubiera sido imposible no dar con la palabra nevermore (nunca más). En realidad, fue la primera que se me ocurrió.
El siguiente fue éste: ¿cual será el pretexto útil para emplear continuamente la palabra nevermore? Al advertir la dificultad que se me planteaba para hallar una razón válida de esa repetición continua, no dejé de observar que surgía tan sólo de que dicha palabra, repetida tan cerca y monótonamente, había de ser proferida por un ser humano: en resumen, la dificultad consistía en conciliar la monotonía aludida con el ejercicio de la razón en la criatura llamada a repetir la palabra. Surgió entonces la posibilidad de una criatura no razonable y, sin embargo, dotada de palabra: como lógico, lo primero que pensé fue un loro; sin embargo, éste fue reemplazado al punto por un cuervo, que también está dotado de palabra y además resulta infinitamente más acorde con el tono deseado en el poema.
Así, pues, había llegado por fin a la concepción de un cuervo. ¡El cuervo, ave de mal agüero!, repitiendo obstinadamente la palabra nevermore al final de cada estancia en un poema de tono melancólico y una extensión de unos cien versos aproximadamente. Entonces, sin perder de vista el superlativo o la perfección en todos los puntos, me pregunté: entre todos los temas melancólicos, ¿cuál lo es más, según lo entiende universalmente la humanidad? Respuesta inevitable: ¡la muerte! Y, ¿cuándo ese asunto, el más triste de todos, resulta ser también el más poético? Según lo ya explicado con bastante amplitud, la respuesta puede colegirse fácilmente: cuando se alíe íntimamente con la belleza. Luego la muerte de una mujer hermosa es, sin disputa de ninguna clase, el tema más poético del mundo; y queda igualmente fuera de duda que la boca más apta para desarrollar el tema es precisamente la del amante privado de su tesoro.
Tenía que combinar entonces aquellas dos ideas: un amante que llora a su amada perdida. Y un cuervo que repite continuamente la palabra nevermore. No sólo tenía que combinarlas, sino además variar cada vez la aplicación de la palabra que se repetía: pero el único medio posible para semejante combinación consistía en imaginar un cuervo que aplicase la palabra para responder a las preguntas del amante. Entonces me percaté de la facilidad que se me ofrecía para el efecto de que mi poema había de depender: es decir, el efecto que debía producirse mediante la variedad en la aplicación del estribillo.
Comprendí que podía hacer formular la primera pregunta por el amante, a la que respondería el cuervo: nevermore; que de esta primera pregunta podía hacer una especie de lugar común, de la segunda algo menos común, de la tercera algo menos común todavía, y así sucesivamente, hasta que por último el amante, arrancado de su indolencia por la índole melancólica de la palabra, su frecuente repetición y la fama siniestra del pájaro, se encontrase presa de una agitación supersticiosa y lanzase locamente preguntas del todo diversas, pero apasionadamente interesantes para su corazón: unas preguntas donde se diesen a medias la superstición y la singular desesperación que halla un placer en su propia tortura, no sólo por creer el amante en la índole profética o diabólica del ave (que, según le demuestra la razón, no hace más que repetir algo aprendido mecánicamente), sino por experimentar un placer inusitado al formularlas de aquel modo, recibiendo en el nevermore siempre esperado una herida reincidente, tanto más deliciosa por insoportable.
Viendo semejante facilidad que se me ofrecía o, mejor dicho, que se me imponía en el transcurso de mi trabajo, decidí primero la pregunta final, la pregunta definitiva, para la que el nevermore sería la última respuesta, a su vez: la más desesperada, llena de dolor y de horror que concebirse pueda.
Aquí puedo afirmar que mi poema había encontrado su comienzo por el fin, como debieran comenzar todas las obras de arte: entonces, precisamente en este punto de mis meditaciones, tomé por vez primera la pluma, para componer la siguiente estancia:

¡Profeta! Aire, ¡ente de mal agüero! ¡Ave o demonio, pero profeta siempre!
Por ese cielo tendido sobre nuestras cabezas, por ese Dios que ambos adoramos,
di a esta alma cargada de dolor si en el Paraíso lejano
podrá besar a una joven santa que los ángeles llaman Leonor,
besar a una preciosa y radiante joven que los ángeles llaman Leonor".
El cuervo dijo: "¡Nunca más!."

Sólo entonces escribí esta estancia: primero, para fijar el grado supremo y poder de este modo, más fácilmente, variar y graduar, según su gravedad y su importancia, las preguntas anteriores del amante; y en segundo término, para decidir definitivamente el ritmo, el metro, la extensión y la disposición general de la estrofa, así como graduar las que debieran anteceder, de modo que ninguna aventajase a ésta en su efecto rítmico. Si, en el trabajo de composición que debía subseguir, yo hubiera sido tan imprudente como para escribir estancias más vigorosas, me hubiera dedicado a debilitarlas, conscientemente y sin ninguna vacilación, de modo que no contrarrestasen el efecto de crescendo. Podría decir también aquí algo sobre la versificación. Mi primer objeto era, como siempre, la originalidad. Una de las cosas que me resultan más inexplicables del mundo es cómo ha sido descuidada la originalidad en la versificación. Aun reconociendo que en el ritmo puro exista poca posibilidad de variación, es evidente que las variedades en materia de metro y estancia son infinitas: sin embargo, durante siglos, ningún hombre hizo nunca en versificación nada original, ni siquiera ha parecido desearlo.
Lo cierto es que la originalidad -exceptuando los espíritus de una fuerza insólita- no es en manera alguna, como suponen muchos, cuestión de instinto o de intuición. Por lo general, para encontrarla hay que buscarla trabajosamente; y aunque sea un positivo mérito de la más alta categoría, el espíritu de invención no participa tanto como el de negación para aportarnos los medios idóneos de alcanzarla.
Ni qué decir tiene que yo no pretendo haber sido original en el ritmo o en el metro de El cuervo. El primero es troqueo; el otro se compone de un verso octómetro acataléctico, alternando con un heptámetro cataléctico que, al repetirse, se convierte en estribillo en el quinto verso, y finaliza con un tetrámetro cataléctico. Para expresarme sin pedantería, los pies empleados, que son troqueos, consisten en una sílaba larga seguida de una breve; el primer verso de la estancia se compone de ocho pies de esa índole; el segundo, de siete y medio; el tercero, de ocho; el cuarto, de siete y medio; el quinto, también de siete y medio; el sexto, de tres y medio. Ahora bien, si se consideran aisladamente cada uno de esos versos habían sido ya empleados, de manera que la originalidad de El cuervo consiste en haberlos combinado en la misma estancia: hasta el presente no se había intentado nada que pudiera parecerse, ni siquiera de lejos, a semejante combinación. El efecto de esa combinación original se potencia mediante algunos otros efectos inusitados y absolutamente nuevos, obtenidos por una aplicación más amplia de la rima y de la aliteración.
El punto siguiente que considerar era el modo de establecer la comunicación entre el amante y el cuervo: el primer grado de la cuestión consistía, naturalmente, en el lugar. Pudiera parecer que debiese brotar espontáneamente la idea de una selva o de una llanura; pero siempre he estimado que para el efecto de un suceso aislado es absolutamente necesario un espacio estrecho: le presta el vigor que un marco añade a la pintura. Además, ofrece la ventaja moral indudable de concentrar la atención en un pequeño ámbito; ni que decir tiene que esta ventaja no debe confundirse con la que se obtenga de la mera unidad de lugar.
En consecuencia, decidí situar al amante en su habitación, en una habitación que había santificado con los recuerdos de la que había vivido allí. La habitación se describiría como ricamente amueblada: con objeto de satisfacer las ideas que ya expuse acerca de la belleza, en cuanto única tesis verdadera de la poesía.
Habiendo determinado así el lugar, era preciso introducir entonces el ave: la idea de que ésta penetrase por la ventana resultaba inevitable. Que al amante supusiera, en el primer momento, que el aleteo del pájaro contra el postigo fuese una llamada a su puerta era una idea brotada de mi deseo de aumentar la curiosidad del lector, obligándole a aguardar; pero también del deseo de colocar el efecto incidental de la puerta abierta de par en par por el amante, que no halla más que oscuridad, y que por ello puede adoptar en parte la ilusión de que el espíritu de su amada ha venido a llamar... Hice que la noche fuera tempestuosa, primero para explicar que el cuervo buscase la hospitalidad; también para crear el contraste con la serenidad material reinante en el interior de la habitación.
Así, también, hice posarse el ave sobre el busto de Palas para establecer el contraste entre su plumaje y el mármol. Se comprende que la idea del busto ha sido suscitada únicamente por el ave; que fuese precisamente un busto de Palas se debió en primer lugar a la relación íntima con la erudición del amante y en segundo término a causa de la propia sonoridad del nombre de Palas.
Hacia mediados del poema, exploté igualmente la fuerza del contraste con el objeto de profundizar la que sería la impresión final. Por eso, conferí a la entrada del cuervo un matiz fantástico, casi lindante con lo cómico, al menos hasta donde mi asunto lo permitía. El cuervo penetra con un tumultuoso aleteo.

No hizo ni la menor reverencia, no se detuvo, no vaciló ni un minuto;
pero con el aire de un señor o de una dama, colgóse sobre la puerta de mi habitación.

En las dos estancias siguientes, el propósito se manifiesta aun más:

Entonces aquel pájaro de ébano, que por la gravedad de su postura y la severidad
de su fisonomía inducía a mi triste imaginación a sonreír:
"Aunque tu cabeza", le dije, "no lleve ni capote ni cimera,
ciertamente no eres un cobarde, lúgubre y antiguo cuervo partido de las riberas de la noche.
¡Dime cuál es tu nombre señorial en las riberas de la noche plutónica".
El cuervo dijo: "¡Nunca más!".
Me maravilló que aquel desgraciado volátil entendiera tan fácilmente la palabra,
si bien su respuesta no tuvo mucho sentido y no me sirvió de mucho;
porque hemos de convenir en que nunca más fue dado a un hombre vivo
el ver a un ave encima de la puerta de su habitación,
a un ave o una bestia sobre un busto esculpido encima de la puerta de su habitación,
llamarse un nombre tal como "¡Nunca más!".

Preparado así el efecto del desenlace, me apresuro a abandonar el tono fingido y adoptar el serio, más profundo: este cambio de tono se inicia en el primer verso de la estancia que sigue a la que acabo de citar:

Mas el cuervo, posado solitariamente en el busto plácido, no profirió..., etc.

A partir de este momento, el amante ya no bromea; ya no ve nada ficticio en el comportamiento del ave. Habla de ella en los términos de una triste, desgraciada, siniestra, enjuta y augural ave de los tiempos antiguos y siente los ojos ardientes que le abrasan hasta el fondo del corazón. Esa transición de su pensamiento y esa imaginación del amante tienen como finalidad predisponer al lector a otras análogas, conduciendo el espíritu hacia una posición propicia para el desenlace, que sobrevendrá tan rápida y directamente como sea posible. Con el desenlace propiamente dicho, expresado en el jamás del cuervo en respuesta a la última pregunta del amante -¿encontrará a su amada en el otro mundo?-, puede considerarse concluido el poema en su fase más clara y natural, la de simple narración. Hasta el presente, todo se ha mantenido en los límites de lo explicable y lo real.
Un cuervo ha aprendido mecánicamente la única palabra jamás; habiendo huido de su propietario, la furia de la tempestad le obliga, a medianoche, a pedir refugio en una ventana donde aún brilla una luz: la ventana de un estudiante que, divertido por el incidente, le pregunta en broma su nombre, sin esperar respuesta. Pero el cuervo, al ser interrogado, responde con su palabra habitual, nunca más: palabra que inmediatamente suscita un eco melancólico en el corazón del estudiante; y éste, expresando en voz alta los pensamientos que aquella circunstancia le sugiere, se emociona ante la repetición del jamás. El estudiante se entrega a las suposiciones que el caso le inspira; mas el ardor del corazón humano no tarda en inclinarle a martirizarse, así mismo y también por una especie de superstición a formularle preguntas que la respuesta inevitable, el intolerable "nunca más", le proporcione la más horrible secuela de sufrimiento, en cuanto amante solitario. La narración en lo que he designado como su primera fase o fase natural, halla su conclusión precisamente en esa tendencia del corazón a la tortura, llevada hasta el último extremo: hasta aquí, no se ha mostrado nada que pase los límites de la realidad.
Pero, en los temas manejados de esta manera, por mucha que sea la habilidad del artista y mucho el lujo de incidentes con que se adornen, siempre quedan cierta rudeza y cierta desnudez que dañan la mirada de la persona sensible. Dos elementos se exigen eternamente: por una parte, cierta suma de complejidad, dicho con mayor propiedad, de combinación; por otra cierta cantidad de espíritu sugestivo, algo así como una vena subterránea de pensamiento, invisible e indefinido. Esta última cualidad es la que le confiere a la obra de arte el aire opulento que a menudo cometemos la estupidez de confundir con el ideal. Lo que transmuta en prosa -y prosa de la más baja estofa-, la pretendida poesía de los que se denominan trascendentalistas, es justamente el exceso en la expresión del sentido que sólo debe quedar insinuado, la manía de convertir la corriente subterránea de una obra en la otra corriente, visible en la superficie.
Convencido de ello, añadí las dos estancias que concluyen el poema, porque su calidad sugestiva había de penetrar en toda la narración antecedente. La corriente subterránea del pensamiento se muestra por primera vez en estos versos:

Arranca tu pico de mi corazón y precipita tu espectro lejos de mi puerta.
El cuervo dijo: "Nunca más".

Quiero subrayar que la expresión "de mi corazón" encierra la primera expresión poética. Estas palabras, con la correspondiente respuesta, jamás, disponen el espíritu a buscar un sentido moral en toda la narración que se ha desarrollado anteriormente.
Entonces el lector comienza a considerar el cuervo como un ser emblemático pero sólo en el último verso de la última estancia puede ver con nitidez la intención de hacer del cuervo el símbolo del recuerdo fúnebre y eterno.

Y el cuervo, inmutable, sigue instalado, siempre instalado
sobre el busto plácido de Palas, justo encima de la puerta de mi habitación;
y sus ojos parecen los ojos de un demonio que medita;
y la luz de la lámpara, que le chorrea encima, proyecta su sombra en el suelo;
y mi alma, fuera del círculo de aquella sombra que yace flotando en el suelo, no podrá elevarse ya más, ¡nunca más

1846