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30 de mayo de 2021

POEMAS DE ALLELEY CISTERNAS


Grietas fértiles en el concreto


¿Niño o niña?

A mi cuerpo en formación
se acercó una mano
tibia y muy patuda
que tocó sin avisar
la piel estriada
que me contenía.

Íbamos los tres
por la calle San Antonio,
de paso.
Pero ella llevaba allí horas,
posiblemente días y años,
buscando en el único rubro
que se le permitía,
su supervivencia.

Hizo la pregunta de siempre,
la que todos hacen:
¿niño o niña?
pero que en su voz chillona
de exagerada feminidad
adquiría una connotación especial.
Mi padre no entendía
y miraba con desconfianza
la caricia que regalaba ella
al vientre de mi madre.

Aún no lo sabemos.
La mano era áspera y grande
de largas uñas de fiera
y el rostro
de expresiva gesticulación
escondía tras la alegría ruidosa
mucho desgaste y cansancio.

Sus cicatrices, aún cubiertas
con el exorbitante maquillaje,
se traslucen
si uno mira con cariño
su sonrisa incompleta
y sus ojos tiernos.

Bueno, le contestó ella,
qué sea niño o niña,
pero que lo sea bien clarito
porque una sufre tanto…

 

Acoplamiento

La luz que atraviesa las cortinas casi cerradas
hiende en línea recta  la negrura de la pieza,
formando en su apertura un ojo brillante.

Yo lo miro distraída
por su exótica luminiscencia,
mientras tus manos ásperas
aprietan mi carne
queriendo arrancarla.

Tú conoces bien la resistencia de mi piel,
lo sabes,
puedes apretar hasta el enrojecimiento,
puedes escarbar canales con tus uñas,
desde mi nuca hasta mis muslos o devuelta,
recorrerlos después con tu lengua, darles caudal,
externalizar nuestras pasiones,
para que reflejen la luz del ojo espía.
Puedes azotar esta carne que me recubre
hasta hacerme gritar e inundar mi mirada,
para que el ojo pueda reflejarse en los míos 
Y así tú los puedas ver.

También puedes quedarte luego
solo si quieres
a ver como todas las marcas se deshacen.

Nuestras aguas subterráneas,
que fluyen y confluyen
cuando tu carne penetra en la mía,
ascienden hacia el techo
en gotas que resplandecen
cuando la luz del ojo las atraviesa. 
Y en su acumulación
yo siento desaparecer mi mente,
en medio de un vahído
que se equilibra entre la desesperación y el placer.

Tu corazón pegado a mi espalda
parece querer huirte y tu carne suda.
Alzas tu torso intentando recuperar el aire
y salvarte del hervor que inunda la pieza,
pero no se puede,
las gotas salinas que se desprenden de ti
ya no alcanzan a rozarme antes de su ascenso.

Tus caderas esmaltadas van y vienen
en un movimiento pendular.
Yo, con mi cabeza fusionada al colchón
miro tu cuerpo hacía atrás.
Ahora puedo ver claramente tu fisonomía
y el reflejo del ojo luminoso en tus crespos.

La pieza se siente tórrida
y el ojo espía es cada vez más grande,
tu figura cada vez más clara.
La pieza ya no es negra, sino gris
todo parece borrado
en medio de una niebla que la inunda
en la que solo te puedo ver a ti
y a él, el ojo espía.
Aquí y ahora no existe separación
tus manos son mías
y la carne que atenazan, tuya.

El torrente se vuelve irrefrenable,
el diluvio incontenible.
Las manos recorren errantes el colchón
buscando alguna manera de tomarte
para cerrar el círculo.

El roce frenético de mis dedos,
tus manos aferrándose                                            
a la carne que recubre mis caderas,
como una bestia hambrienta.

El péndulo encabritado.

El ojo totalmente abierto.

El vapor condensado en el techo,
acumulado en la niebla de la pieza
comienza a descender en goterones furiosos
monzónicos,
moja los veladores, las cortinas,
el colchón, y la ropa esparcida en el piso,
nos desaparece en medio del resplandor
del enorme ojo solar que los atraviesa
y nos acalla en medio de su bullicio tempestuoso.

Ahora, al fin, somos uno,
hasta que el ojo se vuelva a cerrar
y caigamos rendidos sobre la cama desarmada.
Deseando no volver a estar separados.

 

Piuke
Como un barco movido por un mar,
que es tambor constante,
me desplazo hacia el sueño.

 

Leufü

El día está terminando,
en el cielo se abren largas sendas rojizas,
creadas por el andar de siglos
y que unen este estrecho punto mío,
perdido en la inmensidad cerrada de la warria,
con la inmensa amplitud de la tierra
en la que nacen parte imprescindible
de mis ríos sanguíneos.
Y en la que duermen en apacible nicho
el chachay y la papay.

Entre esos dos puntos
la única unión es el cielo sangrante
que entra en mí descontrolado.

A veces entra como corrientes gélidas,
que congelan mis venas
y tiemblo de horror al sentirlas en mi cuerpo,
sabiéndome impotente, inútil
mientras niños como fui yo,
pero más infortunados,
huyen de lacrimógenas, perdigones y lumas,
que siembran en su espíritu el justificado odio,
que llena sus ojos de lágrimas
al jurar una venganza que jamás terminará,
contra aquellos perros verdes y ciegos,
carnes de cañón,  algunos morenos como nosotros,
pero que por lealtad al amo que los maltrata
destriparían a dentadas a su propia madre.

A veces entra como suaves hilos rojos,
que avanzan envueltos en torno
al canto de cuna de aquella papay:
“gumayta puñen may, gumayta puñen may”.
O en torno a la voz de mi Pili,
contándome de nuestra hermosa papay,
que rechazaba al winka                                         
y solo hablaba mapudungun,
que tejía telares y cultivaba esa misma tierra,
que provenía de un linaje feroz,
que era bella y suave
pero firme y resistente,
pues así es el newen mapuche zomo.
O envueltas con firmeza en torno a los gritos
que en el Huelen me mostraron
cuán equivocada estaba al sentir
que nacer sin lengua y cubierta de cemento
me impediría volver a ser mapuche.

A veces entra informe, pero aún rojos,
por mis pupilas, mis manos,                                
mi nariz e incluso mi boca.
Al ver los troncos verdes
y las ramas que los cruzan en todas direcciones.
Al sentir en mis manos la tierra fértil
que los alimenta y es alimentada
en un ciclo más eterno y absoluto
que cualquier Dios antropomorfo.
Al oler el boldo centenario que conocí
sin poder creer que todo lo bello
puede coexistir en un solo ser,
cuyas raíces se hundían en el mallín
hasta las entrañas de la tierra                                    
y ahí se nutría, para darnos en sus hojas               
y en sus frutos, una porción de sus secretos.                  
Y al rozar con mis labios sus texturas,                             
para sentir en mi lengua el sabor de sus aguas.

Pero siempre son el mismo río                                          
las sendas que aún puedo ver
en el cielo sangrante,
mientras el sol desciende,
que con sus aguas penetra en la coraza de cemento
en la que nos envolvieron queriendo protegernos,
sin saber que nos secarían.

Su vertiente, que cae en escasas gotas,
basta para despertar un brote,
una pequeña semilla
que sembró en mí la Pili,
cuando decidió que sería Alleley
un buen nombre,
cuando me enseñó que ser indio                           
es razón de orgullo,
cuando me dijo que a esta hora
los espíritus están más presentes,
por lo que se les debe pedir permiso
para ingresar a sus espacios,
que no son míos
porque no todo puede ser por y para los hombres.

Y yo le pido a usted papay,
si puede entender y perdonar
que sea esta mi lengua por ahora,
que me permita ver con más amplitud
el caudal completo de este torrente de siglos,               
la totalidad de estas sendas,
que me fueron arrebatadas junto con la palabra
y que yo sueño con recuperar,
para poder cruzar cuando quiera
las largas sendas rojizas,
que unen el punto en el que                                  
sin quererlo me arraigué
con aquel en el que descansan sus huesos resistentes
y en el que podremos conversar                      
como siempre debió ser.

 

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